Spotlight ha ganado el óscar a la mejor película en la gala de este año. Y como todo comentario sobre temas candentes (si bien el de los abusos en la Iglesia lo es cada vez menos, que el tiempo amansa las emociones), ha separado en dos bandos a los opinantes. Algunos continúan en la ya clásica y aburrida dialéctica bélica del ataque y la defensa.
Por supuesto que es un debate ideológico. Una gran parte de los que han esgrimido en diestra durante estos años la lacra de la pedofilia contra la Iglesia Católica lo ha hecho por anticlericalismo y obedeciendo ciega y oportunamente intenciones retorcidas. Nadie se cree (ellos tampoco) que determinados medios de comunicación o colectivos sociales hayan puesto el dedo en la llaga por amor a las víctimas de los abusos; más bien por odio frío y manifiesto al agresor. Sus motivos tendrán, o no. La verdad es que me trae sin cuidado.
La Iglesia Católica es una institución muy peculiar. En el Partido Popular ha habido corrupción a mansalva, tres cuartos de lo mismo (o cuatro tercios, si me lo permiten) en el PSOE; el presidente de la FIFA parece ser un sinvergüenza y en la Calcio amañaron partidos los clubes más importantes de la competición; se rumorea que algo parecido ha sacudido el mundo del tenis, y cerremos la lista con un etcétera abultado de barbaridades. Y sin embargo, PP y PSOE siguen en las urnas, nadie se atreve a juzgar a la federación deportiva más destacada del mundo y la Calcio se disputa con normalidad. En cualquier corporación se deslinda con mayor o menor facilidad la parte del todo, el individuo de la sociedad, y no se culpabiliza a todos por la infracción de algunos (a no ser que la totalidad esté viciada por sí de corrupción).
La Iglesia romana es única en su especie. El ora autor, ora protagonista de una gran parte del Nuevo Testamento bíblico, san Pablo, la definió como un Cuerpo místico en que Jesús, el Cristo, constituía la cabeza y sus seguidores los miembros. Y no parece un recurso literario: llega a afirmar de los cristianos que “somos los unos miembros de los otros” (Rm 12, 5) y, sobre todo: “si sufre un miembro, todos los demás sufren con él. Si un miembro es honrado, todos los demás toman parte en su gozo” (1 Co 12, 26). Y sobre esta base bíblica se construyó el dogma de la comunión de los santos.
El vínculo que mantienen los cristianos entre sí, laicos y sacerdotes, es casi metafísico: no se asocian ostentando una posición u otra en una agrupación cualquiera, tomando una decisión extrínseca a la personalidad, que pueda ensancharse o disolverse sin perjuicio de la entidad de los miembros; nacen por el Bautismo a la gran familia de los Hijos de Dios. Su pertenencia a la Iglesia, alumbrada por el precedente de la circuncisión en Israel, con que se constataba su incorporación al “pueblo de Dios”, los define de forma indeleble. Han mutado esencialmente (o ésa es nuestra pretensión) por su alumbramiento en el Cuerpo y son otros nuevos en cierto modo. Curiosamente hay una vaga percepción de este vínculo indecible entre quienes han decidido no contarse entre sus miembros.
De ahí la doble crítica que he querido escribir a continuación, en el plano más natural y en el sobrenatural.
Por un lado, renegar de dialécticas polemistas. Nos acusan a todos en cuanto Iglesia que somos por el pecado de unos pocos, y nos imprecan, con justicia pero desequilibradamente. Escudarse en la bondad de muchos sacerdotes no deja de ser una estrategia defensiva, y como tal una huida de la responsabilidad que tenemos todos por el pecado de esa minucia tan abultada. Parece que queremos justificar un mal en contraste con un bien que, es cierto, no se nos reconoce.
Esta postura defensiva nos lleva a constituirnos en muro impermeable frente a quienes esgrimen agresiones, clamando sangre a las puertas de nuestro castro, aislado del mundo. Es un modo cobarde, injusto y por lo demás radicalmente antievangélico. Pero también nos hacemos duros frente a las víctimas del execrable delito de nuestros correligionarios, en ese afán por la fama y el honor.
No hay la más mínima vigilancia, y es debida, sobre el clero, que teje y corta según su voluntad de puertas para adentro
¿A quién acudirá el exmonaguillo violado, que es también Iglesia, entre los defensores de la Institución, si para defenderla hay que silenciarle y él mismo se siente enemigo del pueblo de Dios?
Después de todo, es un vocero de las debilidades que quieren esconder.
Sobran los casos de Obispos sacrosantos, de incuestionable caridad pastoral, de sonrisa paternal y mirada candorosa, que han arrojado a los deshonrados asegurando su mutismo frente a los medios. Y a veces lo han conseguido, al menos hasta el día de hoy. Vergonzoso, e intolerablemente repetido. Todo por amor a la Iglesia, condenando a la persona por reverencia al “nomen“.
En este mismo orden de consideraciones, la posición apologética nos impide hacer autocrítica. No hay en las parroquias estructura de pecado, pero sí un “estado de cosas” que ha posibilitado durante décadas abusos reiterados, hasta esclavitudes sexuales en muchas ocasiones. El Concilio Vaticano II reitera la Tradición milenaria de que el Obispo es el responsable directo de la pastoral parroquial: el presbítero es un legado suyo. De ahí la obligación canónica de la visita anual (¡anual!) a cada parroquia, que por si fuera poco es frecuentemente incumplida.
No hay la más mínima vigilancia, y es debida, sobre el clero, que teje y corta según su voluntad de puertas para adentro. Los pretendidos mecanismos de control sólo funcionan a posteriori previa denuncia al Obispo, de figura tan lejana tantas veces. “Más vale prevenir que curar“, que decían nuestros abuelos.
Por causas a ellos imputables o ajenas, lo cierto es que los Obispos han sido materialmente negligentes en la vigilancia de las parroquias, y lo siguen siendo, y no se perciben visos de cambio. ¿Por qué no reformar la estructura de las Diócesis? Las Diócesis eran las divisiones territoriales del poder civil en el Imperio romano que la Iglesia adoptó por conveniencia a su misión. Si se vuelven inútiles, reformémoslas profundamente, abandonémoslas si acaso. No son de derecho divino.
De nada sirven las comisiones de investigación; quizá para hacer justicia. El gran esfuerzo, si bien nunca será completo ni perfecto, hemos de gastarlo en prevenir. En vigilar. No queremos castigar el delito sino imposibilitarlo. Hemos pecado de omisión en este punto.
Y en el orden más sobrenatural, es perfectamente comprensible pero opuesto a nuestro deber como cristianos huir de la solidaridad en la culpa. ¡Qué ejemplar san Juan Pablo II en Novo millenio ineunte suplicando perdón contrito ante el mundo por las barbaridades perpetradas por la Iglesia en ciertos siglos de tiniebla y oscuridad! Los católicos lo recibimos muy bien y nos colgamos un blasón en el pecho por humildes y justos, pero hoy denegamos obrar en semejanza respecto a la gravedad de estos delitos que hemos cometido nosotros como cuerpo.
Es hipócrita y perverso atribuir a la Iglesia los méritos de algunos de sus miembros al tiempo de lavarse las manos por los pecados de otros.
¡Qué buenas son las Misioneras de la Caridad, que son Iglesia! Pero el pecado de pederastia ha sido de un porcentaje nimio que no es atribuible a la totalidad. No fue la actitud de Benedicto XVI en 2010, cuando escribió, antes de recordar la beneficencia del colectivo, lo que sigue:
“Debo expresar mi convicción de que para recuperarse de esta dolorosa herida, la Iglesia en Irlanda [hoy valdría decir la Iglesia universal] debe reconocer en primer lugar ante Dios y ante los demás los graves pecados cometidos contra niños indefensos. Ese reconocimiento, junto con un sincero pesar por el daño causado a las víctimas y a sus familias, debe desembocar en un esfuerzo conjunto para garantizar que en el futuro los niños estén protegidos de semejantes delitos“.
Como escribió certeramente Lucetta Scaraffia en L’Osservatore romano, “está claro que en la Iglesia demasiados se han preocupado más de la imagen de la Institución que no de la gravedad del hecho“.
En el sacramento de la Confesión, el Concilio de Trento invitó a los pecadores a reparar el mal perpetrado. Para obtener la misericordia de Dios, el ofensor debe confesar y reconocer el mal causado, dolerse y prometer enmienda, haciendo lo posible por aliviar al ofendido. ¿No aprendemos de nuestras propias lecciones? ¿Predicamos para el otro atribuyéndonos privilegios espirituales?
Dejemos de proclamar las beneficencias de las monjas, al menos como escudo justificante, y obremos las bondades que predicamos: reconozcamos cabizbajos la bajeza a la que hemos llegado en demasiadas ocasiones, roguemos perdón a Dios y al prójimo y reparemos el mal de ahora, previniendo el futuro.