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‘Fascistas’ contra la censura

En Asuntos sociales por

En el nuevo libro de la libertad contra el autoritarismo y la censura que está esperando a su Spinoza para ser escrito, debería criticarse a fondo ese hábito tan moderno que consiste en imponernos no tanto qué debemos pensar y decir sobre algo como qué debemos sentir por algo.

La censura política de las emociones, en una sociedad tan poco intelectual como la nuestra, ha sucedido a la censura política de las opiniones. Antes, al menos, no siendo libres las opiniones, nadie te decía cómo sentir. Ahora, la pregonada libertad de opinión está absolutamente recortada y controlada por la ‘policía moral’ de las emociones políticas. Solo basta, al respecto, reparar en cuántas cosas han dejado de ser objeto de debate público y obligan a adoptar, cuando se habla de ellas, un sentimiento políticamente correcto.

Por ejemplo -y por zambullirme en aguas pantanosas-, hemos dado por incontrovertible y sancionado con pena de excomunión para quien disienta de ello que la muerte de mujeres a manos de sus parejas o exparejas es resultado del machismo. A mi juicio, el machismo es un cuello de botella por el que intentamos colar un asunto, el de las relaciones entre un hombre y una mujer, demasiado grande y complejo, con tantas aristas y vericuetos que resulta imposible pasarlo por dicho cuello. Nos escudamos en el machismo para engañarnos con la posibilidad de una solución definitiva a la vertiente más oscura y terrible de aquellas relaciones.

El problema, en este caso, no es una concreta mentalidad que podamos extirpar de la vida social con la voluntad necesaria y los medios adecuados, sino unas pasiones que forman parte de nuestra naturaleza. ¿Son estas extirpables? Como mucho, son educables, pero nunca lograremos acabar con ellas. Incluso en una sociedad purgada de machismo, seguirán produciéndose muertes de mujeres a manos de hombres en la medida en que sigan relacionándose entre ellos.

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Otra cosa sería prohibir la relación afectiva y sexual entre hombre y mujer, pero no parece deseable ni factible. Entonces, ¿solo cabe resignarse? En absoluto. Yo estoy a favor de lo que se está haciendo y quiero que se insista en ello y se mejore todo lo mejorable con el fin de proteger a las mujeres amenazadas. Pero no creo en las falsas y equívocas expectativas creadas por la ‘lucha contra el machismo’, pues, donde se nos obliga a ver el efecto deletéreo de una determinada mentalidad, no puedo dejar de ver el carácter problemático y sin solución definitiva de las pasiones que se desatan en la relación entre un hombre y una mujer. Pasiones que es posible someter a autocontrol, pero, como estamos hartos de comprobar, potencialmente explosivas.

Un ‘fascista’ hoy en día sería un activista político que lucha a favor de la ‘libertad de sentir’ en el ámbito público

No parece que este carácter explosivo quepa solucionarlo reduciendo problema tan abismal a una palabra (machismo) y haciendo pasar toda nuestra respuesta a dicho problema por tan estrecho cuello de botella.

Volvamos al tema del artículo tras enfangarme en aguas pantanosas. Hoy en día, nuestras palabras e ideas, como las que acabo de expresar al hablar del machismo, son sospechosas no por lo que dicen -lo cual requeriría un esfuerzo de comprensión ajeno a estos tiempos anti-intelectuales-, sino por el tipo de ’emoción política’ que se intuye tras ellas y que tan bien saben oler y detectar los nuevos comisarios. Así, cuando, de manera genérica e indeterminada, se desacredita a alguien tachándole de ‘fascista’ (es decir, machista, xenófobo, españolazo, homófobo, abusador…), lo que se le imputa no es su adhesión a un credo particular, sino que profese una emoción políticamente incorrecta.

Una manera de entender el auge del populismo de derechas desde Estados Unidos hasta Brasil y desde Suecia hasta Italia podría ser como expresión político-sentimental de aquellos que se consideran amenazados por una censura que les obliga a reaccionar a los grandes temas de su sociedad de forma prescrita y unilateral. Si esto es así, un ‘fascista’ hoy en día sería un activista político que lucha a favor de la ‘libertad de sentir’ en el ámbito público. Lo cual, evidentemente, no significa abanderar las buenas causas, sino defender el derecho a disentir de ellas y a que tus emociones políticas no te sean impuestas coactivamente bajo amenaza de ser llamado fascista por las ‘buenas gentes’.

Sobre esta cuestión, abordada desde el prisma estadounidense, es muy recomendable el libro de la socióloga progresista Arlie R. Hochschild  titulado Extraños en su propia tierra. En él, Hochschild trata de comprender con notable empatía las razones, actitudes y valores de la derecha americana tomando como ejemplo a varias personas afincadas en Luisiana.

La expresión ‘fascista’ se ha convertido en una fórmula censora e intimidante con la que obligarnos a reaccionar a los asuntos de interés general de una determinada manera bajo pena de excomunión

Los ‘fascistas’, es decir, la némesis antidemocrática de todas las víctimas de nuestra sociedad, serían víctimas de la censura emocional que, en la actualidad, impera sobre las conversaciones políticas. Víctimas que, en cuanto némesis antidemocrática de todas las víctimas (refugiados, represaliados, maltratados, desahuciados, abusados, odiados…), carecen del ‘lenguaje del victimismo’ e, incluso, aborrecen de él. Hecho que no es óbice, sin embargo, para reconocer, en su abominable estatus de ‘fascistas’, un enclave hoy decisivo en la lucha por la libertad y contra la censura. Pues, ¿desde cuándo la libertad de pensamiento y opinión dependió, para ser reconocida, de que uno presentase un certificado de buena conducta donde se avalase que políticamente siente del modo adecuado?

Lo que se dirime aquí es cómo la expresión ‘fascista’ se ha convertido en una fórmula censora e intimidante mediante la que obligarnos a reaccionar a los asuntos de interés general de una determinada manera bajo pena de excomunión. Esto sí se parece más al fascismo históricamente real que el ‘fascismo’ retóricamente atribuido a quienes retiran, con exquisito decoro democrático, los lazos amarillos del espacio público o a los policías que se manifiestan en Barcelona por la equiparación de salarios.

En fin, que nos vendría muy bien un Spinoza que reescribiese, adaptándolo a nuestro presente emocionalmente cargado, su famoso capítulo del Tratado teológico-político, en el que defendía, con elocuencia inigualable, el derecho de cada uno a pensar como quiera y a decir lo que piensa. Pese a que ello le convierta en un ‘fascista’ contra la censura y le otorgue la condición de apestado en el incierto campo de los sentimientos políticos. Área de actuación de una policía moral sin demasiadas luces intelectuales, que, por eso mismo, ha decidido cortar por lo sano, olvidarse del control de las opiniones, que requiere de unos mínimos de esfuerzo y comprensión (saber leer y cosas por el estilo). Además de sonar demasiado franquista, y dedicarse a olfatear, con fines adoctrinadores y controladores, el aroma emocional que se desprende del debate público.

Una misión para profesionales sobresalientes en el etiquetado político-sentimental de las personas. Tarea burda y prosaica donde las haya, pero perfectamente adaptada a este mundo comunicativo de la inmediatez y los juicios expeditivos en que vivimos. La pauta seguida por dichos juicios consiste en prescindir de la discusión intelectual como herramienta de crítica y pasar directamente a la desacreditación emocional del adversario como sujeto poco recomendable que se sitúa fuera de los límites de lo permisible en una democracia. Tales juicios estarían basados en el presupuesto antiliberal de que la libertad de opinión es un derecho de aquellos que políticamente ‘sienten’ de una manera correcta y aceptable. Y de que los que no ‘sienten’ así, los que no profesan la ‘religión del sentimiento’ políticamente correcto, son restos prescindibles y oprobiosos de un mundo predemocrático.

No sé si llegamos a ser conscientes de qué espacio tan amplio de votantes desairados y desengañados abre tal acto de censura a la derecha populista. La cual no solo se alimenta de miedos más o menos irracionales, sino del muro de silencio levantado alrededor de una serie de asuntos respecto de los cuales, siendo la opinión supuestamente libre, la emoción política en que se sustenta aquella hace mucho que dejó de serlo. Motivo de esa espiral de extrañamiento, enfado y creciente radicalismo de quienes reciben el epíteto de ‘fascistas’ por atreverse a ejercer su ‘libertad de sentir’ en las conversaciones políticas.

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Luis Gonzalo Díez (Madrid, 1972) se dedica a la enseñanza y a emborronar más páginas de las debidas. Sus gustos y aficiones son tan convencionales y anodinos que mejor no hablar de ellos. Le interesa, más que la política, el pensamiento político. Y ha encontrado en la literatura el placer de un largo y ensimismado paseo a ninguna parte. Ha publicado "Anatomía del intelectual reaccionario" (2007), "La barbarie de la virtud" (2014) y "El viaje de la impaciencia" (2018).

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