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“¿Se imaginan una clase de matemáticas de universidad en la que se enseña a sumar?”

Comenzar un artículo sobre un tema social con datos que lo justifiquen y respalden queda de lo más convincente, ¿verdad? Para éste, he buscado varias fuentes sobre el nivel de inglés en España y debo decir que no me ha costado demasiado, porque todas coinciden: tenemos uno de los niveles más bajos de Europa. Es más: según los datos más recientes (EPI 2015, de Education First), en el último año incluso hemos empeorado.

Parece que en España uno no aprende inglés -o cualquier otro idioma- si no se paga durante años a una academia privada o sale un tiempo largo del país. Ante el deficiente nivel de inglés entre el alumnado, la respuesta del político responsable de un departamento de educación, sea autonómico o estatal, es siempre “dar más horas de inglés” o “dar asignaturas en inglés”. Pero, ¿y si el problema no es la cantidad, sino la forma? Si esas horas de inglés se dan mal, ¿mejorará algo añadir más?

Para mí, el problema está muy claro. Verán, yo he estado en clases de universidad en las que se explicaba el presente simple. Para aclararnos, el presente simple es, como su nombre indica, de lo más simple. Es lo necesario para poder formar la frase más básica, del estilo “yo soy una chica” o “él come manzanas”. Sin más.

Y sin embargo, curso tras curso he asistido a clases donde se repetía esta unidad básica una y otra vez, mientras que avanzar, se avanzaba poco. El problema es que, desde la ESO hasta la universidad, el profesor se encontraba con un gran desnivel en las clases -cuanto más alto el nivel de estudios, mayor la diferencia- entre alumnos que por razones distintas (haber salido del país, tener padres anglosajones, por haber desarrollado un particular interés personal por los idiomas…) tenían un dominio mucho mayor de esta lengua mientras que otros apenas se expresaban. Y entonces, el profesor decidía repasar los conceptos básicos para aquellos que no estaban tan aventajados. El problema viene cuando esta situación se estira año tras año.

¿Se imaginan una clase de matemáticas de universidad en la que se enseña a sumar porque hay algunos que han llegado hasta allí sin saber hacerlo? Es ridículo, ¿no? En general, me atrevería a decir que esta situación resulta mucho más fantástica en los estudios que popularmente llamamos “de ciencias” que los “de letras”: Les contaré mi caso. Hice bachillerato humanístico (latín, griego, e historia del arte). Esto quiere decir que desde 4º de la ESO hasta terminar bachillerato, no di nada de matemáticas (ni física, ni química, ni dibujo técnico…). Si yo hubiera querido entrar entonces en una carrera como arquitectura, créanme: me hubiera tenido que espabilar por mi cuenta. Nadie me hubiera esperado en el aula para que llegara al nivel de mis compañeros, ni hubiera repetido cosas que se supone que los alumnos deberían saber desde hace dos o tres años.

Esto no ocurre cuando la situación es la contraria. Mi hermana, hoy profesora, hizo como yo bachillerato humanístico, y después entró en filología hispánica, una de las carreras “más de letras” en la que ahora mismo puedo pensar. Y allí, pese a haber dado dos años de latín, la clase empezó de cero para algunos que venían de otras modalidades. Se pasó un año yendo a clase (le pilló Bolonia) y pagando por esa asignatura para no aprender nada. La especialización que se pide para las ciencias no se exige para las letras, donde no importa rebajar el nivel en lugar de proponer a los alumnos que se esfuercen. Se adapta la clase al alumno en lugar del alumno a la clase.

 

Quizá se debe al buenismo pedagógico: nadie quiere suspender a un alumno para no causarle un trauma

 

Pero eso no es todo. De una manera u otra, hay gente que sin saber formar una frase con sentido ha ido aprobando año tras año la asignatura de inglés hasta llegar a estudios superiores. Yo no entiendo por qué: un examen es una prueba de conocimiento, y si el alumno no ha alcanzado el nivel requerido, no debería superarlo. De este modo, el profesor de segundo curso puede contar con que los alumnos dominan los contenidos de primero, y el de tercer curso, con que saben lo de primero y lo de segundo, y así avanzar en la materia. Esto es lo que no está pasando en las aulas de inglés en España.

Si el profesor aprueba a un estudiante que no ha alcanzado los conocimientos mínimos que se piden, en realidad no le está haciendo ningún favor. Al contrario, perpetúa el problema.

En ninguna ingeniería aprobarías si no has alcanzado el nivel mínimo exigido, porque un ingeniero o un arquitecto mal formado que firma proyectos puede entrañar problemas que no se le escapan a nadie. Y sin embargo, parece que un periodista, un profesor o un abogado mal formados a nadie le preocupan. Que por buena actitud, participación o mostrar interés en clase se puede aprobar inglés o muchas otras asignaturas, aunque esto sea impensable en ingeniería o medicina (la buena actitud no realiza una cirugía, sino el buen conocimiento del cuerpo humano; la participación en clase no construye un edificio sin que se caiga, sino el conocimiento de las leyes de la física y las estructuras).

En resumen: por todo esto estoy convencida en que el problema no está tanto en la cantidad de inglés que se da sino en cómo se imparte y se evalúa. El profesor que por compasión -o por lo que sea- aprueba a un alumno que realmente no ha alcanzado los conocimientos mínimos requeridos, lo único que hace es pasarle la pelota al siguiente educador. Y luego está la otra cara de la moneda: el alumno que ve que sin aprender aprueba (y los padres que lo permiten). Pero desde luego, más horas de lo mismo no solucionan el problema.

Periodista. Si te gusta lo que escribo, sígueme en (@BPouS)

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