Entenderán ustedes que siendo británico, hombre de bien y admirador de la hermandad prerrafaelita, un servidor ande un poco cabizbajo últimamente. La gota que ha colmado el vaso de mi bien adiestrada flema ha sido la retirada de la Manchester Art Gallery del cuadro “Hylas y las ninfas” de John William Waterhouse.
Aunque en última instancia es más que probable que semejante ignominia haya tenido una finalidad exclusivamente publicitaria (lo que no sabemos bien si constituye un eximente o un agravante), lo cierto es que subirse al carro del #MeToo a costa de la memoria de pintores que fallecieron hace más de un siglo no parece una acción excesivamente elegante ni valiente.
La historia del arte moderno y contemporáneo no es precisamente escasa en miradas lascivas al cuerpo desnudo de una mujer, que podríamos contraponer a la inocente e idealizada visión de los prerrafaelitas. Pero éstos últimos resultan, parece ser, una presa mucho más fácil de cobrar para los modernos demagogos del falso feminismo.
¿Cuál es el pecado de los prerrafaelitas? Para empezar, pintaban bien, eran románticos e idealistas y de profunda raíz espiritual, cuando no directamente cristianos. Todo lo que un artista de hoy en día debería evitar para llegar a “triunfar”. Su escandalosa y sobrevenida rebeldía contra todo lo que es hoy el mundo del arte les hace impopulares, del mismo modo que la buena acción sataniza al que obra bien frente a quienes ven en él el fastidioso espejo de lo que no pueden llegar a ser. Por eso son un blanco fácil para quien quiera ganarse el aplauso popular sin hacer enemigos demasiado poderosos.
Pero, ¿y si hubiese alguien verdaderamente valiente, un adalid de sus propias creencias, que viera en ellas reflejados los verdaderos valores y no las emplease solamente como medio para un aplauso fácil o una subvención encontradiza? Sin duda ese héroe o esa heroína habría de ir directamente al grano, y en vez de usar a los pobres prerrafaelitas, a los que ya nadie mira si no es con desprecio, de “punching ball” se metería directamente con la gran industria del espectáculo de nuestros días: el fútbol.


Nuestro particular San Jorge pensaría más o menos del siguiente modo: “Si esa Premier, junto a otras ligas europeas, o esa Champions, en su modalidad masculina, mueven y agitan a las masas como ningún otro poder humano o divino en la Europa de hoy en día, ¿cómo es posible que las competiciones femeninas no tengan apenas repercusión? Habría que poner un cupo para que en las competiciones que la gente sigue con pasión al menos la mitad (5,5) de los protagonistas sean mujeres. ¡Qué bonito sería que los niños tuvieran como ídolos no solo a Messi y a Cristiano, sino también a mujeres valerosas que, como sus madres, les sirvieran de ejemplo y modelo para la vida!”
Y entonces vendría el dragón dispuesto a devorar a nuestro insolente (otra forma de decir valiente) San Jorge. Todos los medios de comunicación de masas que, es un esfuerzo mimético respecto de sus hermanos mayores norteamericanos, propagan en Europa la ideología de género dependen económicamente de los ingresos que se derivan del espectáculo futbolero. Y no es que el espectáculo fuese a deslucirse por la incorporación de tan justo y equitativo cupo de féminas, “no es eso”, diría nuestro dragón, “es que con las cosas de comer no se juega”. Sobre todo habiendo prerrafaelitas a tiro que devorar.
Antes de que la ideología de género agudice sus exigencias respecto a todos los ámbitos de la sociedad, buscando paridades de sexo en los consejos de administración de las empresas o entre el clero de las iglesias, abordemos con valentía el asunto del fútbol y sometamos a los paladines empresariales de dicha ideología a la insoportable tortura de la coherencia entre lo que se pide a los demás y lo que se hace en casa propia. Empecemos con el fútbol y acabaremos antes.

