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El pesimismo de la igualdad

En Asuntos sociales por

Alexis de Tocqueville señalaba, en su clásico La democracia en América, que la igualdad no se vincula necesariamente con la felicidad. Al respecto, le llamó poderosamente la atención cómo el estadounidense medio vivía angustiado precisamente por aquello que debía contribuir a su felicidad.

Una de las paradojas de la igualdad es que favorece el individualismo y la competencia y, al volver líquido y cambiante el estatus de cada persona, fomenta una movilidad ascendente o descendente que provoca ansiedad en el individuo. El hombre de las sociedades aristocráticas tenía menos oportunidades que el de las democráticas, pero, al menos, tenía seguridad sobre sí mismo y su destino social. Seguridad que el segundo ha visto evaporarse, lo que le sume en una incertidumbre psíquica desde la cual los otros aparecen como amenazas y peligros, como sombras que llenan de obstáculos el camino a la felicidad.

En nuestras democracias, se ha producido una metamorfosis de la paradoja apuntada por Tocqueville. Resulta llamativo cómo una parte significativa de la atmósfera social que respiramos posee un carácter lúgubre, sombrío, desconfiado e, incluso, pesimista. Se percibe en esa atmósfera un aire hobbesiano de miedo y temor, como si los otros fuesen el infierno y la vida resultase breve, enojosa y brutal. Recordemos que Thomas Hobbes consideraba que los seres humanos eran egoístas solitarios dominados por su instinto de autoconservación y su orgullo que, a la mínima oportunidad, se despedazaban entre ellos. El pesimismo antropológico del sabio inglés impregnó la vida social de oscuridad y tristeza pues, aunque dicha vida actuase como un cortafuegos contra la voracidad natural de los hombres, carecía de finalidades positivas y se limitaba a ser una solución estrictamente pensada para evitar lo peor. Asegurado esto, Hobbes no se hacía ninguna ilusión sobre el perfeccionamiento, felicidad y autorrealización de ese animal peligroso que era el hombre. A diferencia de Aristóteles, que cifraba en la sociedad nuestro desarrollo personal, Hobbes desconfiaba de la sociedad porque desconfiaba del hombre.

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La idea de Tocqueville de que la igualdad no se vincula necesariamente con la felicidad y la sombría visión de Hobbes del ser humano y la vida social no se pierden en la historia del pensamiento como reliquias de un museo que nunca se nos ocurriría visitar. Muy al contrario, aquellas idea y visión dicen algo de las actuales sociedades de la igualdad. Desde mi punto de vista, la angustia, ansiedad, miedo y temor no han desaparecido con el progreso y, más bien, se han transformado en una cultura de la sospecha. Esta posee muchas vertientes, pero, más allá de sus diferentes maneras de plasmarse, transmite un tono sombrío y desconfiado respecto de la vida social. ¿Por qué la igualdad nos ha convertido en practicantes de la sospecha, qué visión del hombre está inoculando en nosotros la igualdad para que las relaciones sociales se hallen en trance de perder su carácter espontáneo y natural y las estemos reconfigurando según procedimientos supuestamente racionales que les atribuyen una pátina fría y deshumanizada, el gélido funcionamiento de una máquina productora de consentimientos en serie?

Una de las paradojas de la igualdad es que favorece el individualismo y la competencia”.

Volvamos por un momento a Hobbes, ese gran creador de la figura del hombre moderno como criatura ansiosa y susceptible. Para el sabio inglés, la sociedad constituye un ente artificial creado voluntariamente por los individuos a fin de escapar a las amenazas del estado de naturaleza. En este, el hombre es un lobo para el hombre y su libertad e igualdad naturales no están sometidas a límites legales ni morales, rigiéndose por el instinto de conservación y el orgullo. De ello se infiere una situación de alarma cognitiva pues, teniendo derecho a todo, los demás también tienen ese derecho, con lo que el robo de la propiedad ajena puede ser el preámbulo de la pérdida de la propia. Esta espiral genera el impulso para que los hombres decidan someterse a límites aceptados por todos. La sociedad, en su sentido político e institucional, surge de ese pacto que, es importante señalarlo, no modifica la naturaleza humana, ni hace mejor al hombre de lo que es, pero que, al menos, impide el descuartizamiento cotidiano. Quedémonos con la tenebrosa impresión de lo que la vida social, y no solo la natural, entraña para Hobbes.

En nuestras democracias, el miedo y el temor existen bajo la forma de la sospecha. Mas, ¿sospecha respecto de qué? En Hobbes, el miedo y el temor caracterizaban psicológicamente al hombre en el estado de naturaleza. Hoy en día, no hablamos del estado de naturaleza como epítome de lo negativo, sino del pasado, de los usos, costumbres y mentalidades de la vieja sociedad; de esa sociedad de nuestros abuelos e, incluso, de nuestros padres en la que el hombre, más que un lobo para el hombre, era un dominador del hombre. El pasado en las sociedades de la igualdad pasa por ser una afrenta cultural a nuestra dignidad, a lo que hoy hacemos alusión con la palabra empoderamiento. El pasado, mundo de prejuicios y estereotipos, de dominaciones de todo tipo y condición, representaría en esta perspectiva contemporánea un sistema de poder que nos priva de las condiciones para autorrealizarnos y ser felices. La igualdad, en un sentido amplio, en su, posiblemente, sentido ideológico más profundo, implicaría la destrucción social del pasado en aras a promover una naturalización completa de nuestras relaciones que las convierta en diáfanas y transparentes. Como si, a través de ellas, se pudiese ver nuestra alma y, de esta manera, asegurar recíprocamente que tales relaciones no estén viciadas por una insidiosa voluntad de poder y se sostengan en ese mutuo y sincero consentimiento mediante el que eludimos la dominación del fuerte sobre el débil.


La angustia, ansiedad, miedo y temor no han desaparecido con el progreso y, más bien, se han transformado en una cultura de la sospecha“.

Lo que sucede con este tipo de operación de higiene social es lo que le sucedió a Hobbes: que el mal que tratamos de extirpar se cuele de modo subrepticio en el mundo reconstruido, estableciendo en este una cultura de la sospecha en virtud de la cual todo parece quedar reducido a evitar lo peor y en todo se barrunta la posibilidad de un retroceso a poco que nos descuidemos. Justo lo que actualmente expresamos mediante la fórmula “tolerancia cero” con aquello que no nos gusta y en lo que vemos reflejada la siniestra persistencia de unos comportamientos inaceptables según la lógica de la igualdad. Tolerancia cero, diría Hobbes, contra el hombre-lobo. Tolerancia cero, diríamos nosotros, contra el hombre-dominador. Pero, se hable en términos naturales o culturales del mal, la sombra proyectada por el lado oscuro de lo que somos no desaparece tras expresar nuestro consentimiento y liberarnos supuestamente del peso del estado de naturaleza o de su metamorfosis como pasado. Y ello porque partimos de una caracterización ideológica absoluta y negativa de lo que deseamos superar, sea el estado de naturaleza, sea la vieja sociedad, con lo que la alternativa a dicho estado y sociedad no podrá dejar de ser una negación de los mismos, quedando así atrapada en el momento de la negatividad, incapacitada para pensar la vida social como algo más que evitar la guerra de todos contra todos o la dominación de unos sobre otros. Lo que, como resulta evidente, sume a dicha vida en una lúgubre atmósfera de pesimismo y desconfianza ya que, al carecer de un horizonte despejado y confiado delante de ella, resulta absorbida por el temor obsesivo a que lo que queda detrás de ella irrumpa en cualquier momento si aflojamos la vigilancia. También la existencia en las sociedades emancipadas, como en el Leviatán hobbesiano, puede ser tensa, angustiada y poco reconfortante.

La cultura de la sospecha, que halla su confirmación en el combate contra los convencionalismos del pasado y la voluntad de poder que se barrunta tras ellos, desata el fervor sumamente doctrinario e intelectualizado por reconstruir las relaciones sociales mediante la expresión compulsiva de consentimiento, palabra mágica de la igualdad mediante la que se trataría de empoderarnos. Esto lleva a una fragmentación seriada del consentimiento, a los microconsentimientos como argamasa fundamental del nuevo contrato social, a una reducción al absurdo del consentimiento que recuerda a las paradojas de Zenón. Tal reducción permite constatar por vía indirecta algo de lo que estamos en trance de olvidarnos: que la vida social constituye un artificio evolutivo basado en pactos y acuerdos implícitos. De ahí que el intento por naturalizarla y exonerarla de su carga convencional a fin de acabar con la sombra de la dominación nos precipite en un delirio asocial. Un delirio que reseca nuestras relaciones, privándolas de sus ambigüedades, contradicciones y encanto particular, que convierte esas relaciones en una actividad abstracta y mecanizada, robotizada, en la que, más que con seres humanos, nos topamos con autómatas que repiten de memoria el breviario del consentimiento ab nauseam y que esconden, tras semejante y pueril recitado, la angustia que les depara la presencia del otro, con quien se muestran incapaces de mantener una relación normal no inspirada por el miedo y el temor.

La cultura de la sospecha opera como un desvelamiento porque intelectualiza la vida social (todo tiene un significado y oculta una situación de poder) hasta el punto que su alternativa racional (microconsentimientos) termina por violar esa parte de lo que somos que posee un carácter social, en el sentido consuetudinario de dicho carácter, en el sentido histórico y heredado del mismo. Esa parte de lo que somos no exenta de prejuicios y estereotipos que nos permite afrontar nuestras relaciones cotidianas de forma espontánea y natural, sin ponernos a pensar previamente en el significado oculto de las mismas. Al arremeter ideológicamente contra el pasado, contra los usos, costumbres y mentalidades de la vieja sociedad, acabamos comprometiendo la espontaneidad social. Pues, al ser criaturas históricas, y no entes racionales empoderados por la igualdad, si el pasado se deslegitima de un plumazo en cuanto fuente de dominación, más que ganar en posibilidades de autorrealización y felicidad, perdemos en capacidad de mantener un trato con los otros basado en la mutua confianza. ¿Cómo pretendemos ser más libres si definimos las relaciones sociales en los términos de un contrato fundado en la sospecha recíproca? De esta manera, regresamos a una sociedad hobbesiana cuya nota característica estriba en que lo que nos une es la desconfianza que nos profesamos.


Si el pasado se deslegitima de un plumazo en cuanto fuente de dominación, más que ganar en posibilidades de autorrealización y felicidad, perdemos en capacidad de mantener un trato con los otros basado en la mutua confianza”.

El pasado no debe ser visto como un estado de naturaleza salvaje y brutal definido por la voluntad de poder de unos grupos e identidades sobre otros y otras, por los prejuicios y estereotipos en que se reproduce un sistema de dominación cultural, sino, al contrario, como una fuente perfectible y mejorable de sociabilidad. Si algo define el pensamiento moral de la Ilustración fue el objetivo de enmendar el pesimismo antropológico de Hobbes. Ilustrados como David Hume y Adam Smith propusieron una consideración del ser humano que reconocía en este sentimientos como la empatía y la benevolencia. Es decir, eludieron caer en la sombría y unilateral visión hobbesiana, lo que redundó en un concepto más amable y relajado de la vida social. En la perspectiva ilustrada, el hombre, sin dejar de ser una criatura interesada y pasional, no estaba condenado a ser un lobo para el hombre ya que, por naturaleza, era sociable. La sociabilidad natural de la especie fue el gran argumento moral con que la Ilustración evitó el devastador epicureísmo de Hobbes y, sobre todo, lanzar una desesperanzada mirada sobre la sociedad, limitada a ser, según aquel, un obstáculo político a nuestros impulsos más dañinos, y no una oportunidad para poder disfrutar de la vida en compañía de los demás.

Debido a lo que nos cuesta asumir hoy en día que el pasado, los viejos usos y costumbres, incluso en forma de prejuicios y estereotipos, destilan su propia forma de sociabilidad, de empatía y benevolencia y tras haber hecho de ellos, por decisión ideológica, el signo de una opresiva jaula de hierro para las identidades minoritarias, víctimas de un sistema de dominación cultural, nos hemos precipitado en un delirio de igualdad que corre el riesgo de no hacer las oportunas distinciones. Pues, en la lucha contra las injusticias de la vieja sociedad, siendo necesaria y legítima, podemos coger demasiado impulso y terminar cuestionando no uno u otro abuso, sino el mismo sentido de la vida social como experiencia humana dilatada en el tiempo. Este sentido nos revela que dicha vida nunca podrá naturalizarse por completo porque siempre será un artificio evolutivo basado en pruebas interminables de ensayo y error, de cálculos pragmáticos de utilidad. La impugnación in toto del pasado, como la salida hobbesiana del estado de naturaleza, se vuelve paradójica porque, al partir de un juicio drástico y no matizado sobre el mal absoluto que representa aquel pasado y estado, no puede liberarse de la sombra de los mismos en la sociedad creada precisamente para mantenerlos a raya. Como la sociabilidad no arraiga en la historia ni en la naturaleza y debe ser creada racionalmente a través del consentimiento explícito, nos vemos abocados a vivir con miedo y temor, a la sospecha de que cualquier relación social espontánea que no haya pasado la criba del consentimiento explícito supure el hedor de una excrecencia histórica o natural donde se visualiza la imagen del hombre-dominador o del hombre-lobo. Con ello, por muy emancipada e igualitaria que sea nuestra sociedad, esta se hallará sometida al mal hobbesiano de una desconfianza invencible entre las personas. Desconfianza que fue objetivo de los ilustrados extirpar devolviendo a la vida social aquella ingenuidad y espontaneidad que el epicureísmo de Hobbes había aniquilado.

La nueva Ilustración, el nuevo empeño ilustrado en la actualidad, ¿no debería consistir en buena medida en reivindicar la sociabilidad del pasado, en establecer continuidades con la vieja sociedad, en no quemar ideológicamente todos los puentes que nos unen al mundo de ayer, y ello con el propósito de curarnos del malsano hobbesianismo que anida en la cultura de la sospecha? Devolver a la vida social su perdida ingenuidad y espontaneidad no significa dejar de combatir los abusos, sino asumir que, en los convencionalismos y artificios sociales, está inscrita nuestra propia naturaleza y que destruirlos expeditivamente en cuanto fuente de prejuicios y estereotipos implica destruir una parte fundamental de lo que somos, dejando un triste y desencantado vacío que ningún empoderamiento o consentimiento podrán colmar.

El pesimismo de la igualdad sería otra de esas paradojas de los tiempos democráticos tan del gusto de Tocqueville. El liberal francés se esforzó en esclarecer los más turbios mecanismos de la igualdad no para acabar con ella, sino para armonizarla con la libertad y la felicidad. Si no seguimos esforzándonos en identificar y neutralizar esos turbios mecanismos, podemos desequilibrar la vida social imponiendo la razón ideológica, siempre higiénica y purificadora, sobre las ambigüedades del pasado y, en nombre de la igualdad, fomentando una atmósfera de sospecha que le quite a la relación con los demás su encanto y, también, su incertidumbre. Si no asumimos lo que fuimos, cosa imposible cuando se nos dice que lo que fuimos resulta ideológicamente inaceptable, no dejaremos de desconfiar de lo que somos pese a que nuestro mundo social sea claro como el agua. Y ello porque esta transparencia habrá sido establecida manu militari a costa de amputar la ingenuidad y espontaneidad de nuestra condición social.


Devolver a la vida social su perdida ingenuidad y espontaneidad no significa dejar de combatir los abusos, sino asumir que, en los convencionalismos y artificios sociales, está inscrita nuestra propia naturaleza”.

Al respecto, y de nuevo Hobbes es en esto decisivo, no conviene olvidar que, cuando se niega la sociabilidad natural o histórica del ser humano, la sociedad política levantada sobre ese desolador vacío lleva aparejada como compensación la necesidad de un poder fuerte y autoritario que evite el caos. Sea el poder de un Leviatán o el de lo políticamente correcto. Poderes unidos por su común suspicacia hacia el hombre y obsesionados con la imagen del caos cuyo pesimismo hace imposible una vida social relajada y amable, positiva y saludable, reconfortante y feliz. Liberar al pasado de nuestras obsesiones ideológicas, al igual que los ilustrados liberaron al hombre natural de la maléfica visión hobbesiana, implicaría restituir una idea cada vez más olvidada de la sociabilidad humana que se caracteriza por la ingenuidad y la espontaneidad. Dos valores inscritos en nuestra naturaleza que se encuentran actualmente amenazados por el delirio de un consentimiento y empoderamiento llevados al límite de lo absurdo. Al límite de crear la impostada demanda de una pedagogía social que nos enseñe a relacionarnos cuando esto es algo que se aprende sin necesidad de consignas ni pedagogos, sin necesidad de intelectualizar más allá de lo debido lo que se entiende en un registro básico de empatía, a partir de los sentimientos morales y buenas disposiciones anímicas con que hemos sido dotados. Y que la vida social, mejor o peor, ha sabido atender desde siempre sin que ello entrañe, como es lógico, cerrar la puerta a la mejora de nuestros usos, costumbres y mentalidades.

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Luis Gonzalo Díez (Madrid, 1972) se dedica a la enseñanza y a emborronar más páginas de las debidas. Sus gustos y aficiones son tan convencionales y anodinos que mejor no hablar de ellos. Le interesa, más que la política, el pensamiento político. Y ha encontrado en la literatura el placer de un largo y ensimismado paseo a ninguna parte. Ha publicado "Anatomía del intelectual reaccionario" (2007), "La barbarie de la virtud" (2014) y "El viaje de la impaciencia" (2018).

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