Octavio Paz, en El laberinto de la soledad, escribió: “El culto a la vida, si de verdad es profundo y total, es también culto a la muerte. Ambas son inseparables. Una civilización que niega a la muerte acaba por negar a la vida”.
Diferente, pero no necesariamente opuesto, a lo que ocurre en países de tradición anglosajona. En América Latina, y concretamente en México, los últimas días de octubre presencian la preparación de una de las festividades más originales e identificables del país: El Día de Muertos. Se celebra en la víspera el 2 de noviembre y que es una fiesta, en principio, ligada a la conmemoración religiosa del Día de los Fieles Difuntos, y en parte, herencia del pasado precolombino de la nación mexicana. Una prueba más del notable sincretismo resultado de la fusión de culturas en el país.
Siendo un país tan próximo a Estados Unidos, es innegable que cada año crece un poco más la influencia del país anglosajón que trae a las distintas ciudades cada vez más elementos relacionados al Halloween celta, lo que no ha logrado acabar con las tradiciones y costumbres vinculadas al Día de Muertos.


Quizás sea por la penetración de la fiesta norteamericana del 31 de octubre que, en los últimos años, los gobiernos locales en México han puesto en marcha diversas acciones encaminadas a la preservación de los rasgos culturales que por siglos han caracterizado al país. Por eso, es cada vez más común escuchar sobre eventos culturales relacionados con el Día de Muertos en estados tanto del norte como del centro y sur del país, con elementos festivos en común.
Así, se organiza la venta de alfeñiques, representados por la popular calaverita de azúcar a la que se le coloca un papel colorido en la frente para poner el nombre del destinatario. Las escuelas, negocios, edificios públicos y plazas se distinguen por los coloridos adornos de papel negro, morado y naranja. Las panaderías y tiendas ofrecen el conocido pan de muerto –bizcocho azucarado redondo con formas de huesos encima-, y el chocolate casero. En los últimos días de octubre, comienza la preparación de los altares de difuntos y en las escuelas, casas editoriales y periódicos se difunden las calaveritas –composiciones literarias irreverentes que trazan elementos chuscos vinculando a una persona con la muerte-. Y los niños, tal vez tomado de la influencia del trick or treat norteamericano, van disfrazados de casa en casa pidiendo dulces o dinero.
Hay ciudades en las que se organizan ciclos de cine en los cementerios por las noches, proyectando tanto películas estadounidenses como clásicos del cine de terror nacional –como las aclamadas Hasta el viento tiene miedo (1968), El libro de piedra (1968), Más negro que la noche (1975) y Veneno para las hadas (1985), de la filmografía de Carlos Enrique Taboada; El escapulario (1968) de Servando González; El esqueleto de la señora Morales (1959) de Rogelio González y basada en El misterio de Islington de Arthur Machen; el ciclo vampírico de Germán Robles –considerado el Bela Lugosi mexicano-; las polémicas Cronos (1993) de Guillermo del Toro, Santa Sangre (1989) de Alejandro Jodorowsky y Alucarda (1977) de Juan López Moctezuma; o incluso las populares películas de luchadores mexicanos como Santo contra las momias de Guanajuato (1970) de Federico Curiel, considerada película de culto.
En el Día de Muertos, hay exposiciones artísticas con diversas representaciones y, al mismo tiempo, se realizan conciertos
En otros sitios, se realizan recorridos nocturnos por los panteones, acompañados de narrativas orales que cuentan sucesos de aparecidos o los hechos más relevantes o curiosos de los personajes ilustres que yacen sepultados. También se organizan desfiles multitudinarios con motivo de la fecha, como el de Ciudad de México, en donde resaltan las imágenes de la popular Catrina, el personaje inmortalizado en los grabados de Posada durante el siglo pasado.
En un principio, llamada La Calavera Garbancera, La Catrina –femenino de catrín, sujeto elegante y bien vestido-, es quizás la imagen más popular dentro del folclore del Día de Muertos. Diseñada por José Guadalupe Posada hacia 1910, en sus inicios las ilustraciones de calaveras constituían una forma de denuncia, protesta y crítica social. Posada llamó garbancera a su calavera dado que, en ese entonces, se le llamaba despectivamente así a quienes, siendo de ascendencia indígena, renegaban de sus orígenes para pretender ser europeos -específicamente franceses-, cuyas modas habían sido adoptadas en México a finales del siglo XIX. Garbancero era como se le llamaba a quienes vendían garbanza. La imagen fue retomada por Diego Rivera, quien la plasmó en su conocido mural Sueño de una tarde dominical en la Alameda Central, pintada justo a un lado de José Guadalupe Posada.
De igual forma, hay exposiciones artísticas con diversas representaciones, que van desde el dibujo y la pintura hasta la escultura de enormes dimensiones. Y, al mismo tiempo, se realizan conciertos y puestas en escena con motivos de difuntos. Hay ciudades en las que se realizan concursos de altares con ofrendas que promueven la creatividad, o en sus calzadas se colocan innumerables altares como manifestación de arte efímero.
Un caso especial lo representan las celebraciones colectivas de las conocidas Noches de Muertos que se realizan en determinados puntos del país, entre los que podemos destacar al estado de Michoacán, localizado en la región occidental de México. La noche del 1° de noviembre son centenares de personas, familias enteras, las que acuden a los cementerios para colocar ofrendas sobre las tumbas de sus seres queridos para compartir la cena con ellos. Este fenómeno reviste especial colorido sobre todo en las regiones de Pátzcuaro, Tzintzuntzan, Janitzio, Ihuatzio, Jarácuaro y Tzurumútaro, en donde los panteones se llenan de luz y color.
Otro caso particular lo constituye la celebración llamada Xantolo, que se lleva a cabo también en honor de los difuntos en la región de la Huasteca, que abarca varios estados del país y en la que, además de las ofrendas para los fallecidos y los ornamentos coloridos, se realizan danzas tradicionales, llamadas vinuetes, con máscaras de calaveras y acompañadas de la música típica de la región.
Es en la intimidad de muchos hogares mexicanos donde se encuentra la esencia del Día de Muertos
Todo lo anterior contribuye a mantener la idea de la especial relación que tienen los mexicanos con la muerte, un vínculo que en otras latitudes puede parecer extraño o incluso macabro, pero que forma parte indisoluble de la identidad nacional. No por nada películas como Macario –nominada al Oscar como mejor película extranjera en 1960- o la recién estrenada Coco (2017) –que aunque no siendo mexicana, aborda las tradiciones en torno al Día de Muertos-, canciones como La llorona o novelas como Pedro Páramo de Juan Rulfo o Aura de Carlos Fuentes, ligadas al tema de la muerte o a lo fantasmagórico, han sido objeto de reconocimiento a nivel internacional.
El destacado cineasta ruso Sergei Eisenstein –recordadoprincipalmente por El acorazado Potemkin y Octubre– llegó a decir que “no hay evento más maravilloso ni de mayor dignidad que pueda ser capturado por una cámara como lo es el Día de Muertos en México”, y a ello dedicó el epílogo de su inconclusa obra ¡Que viva México! (Да здравствует Мексика!,1930). Eisenstein quedó impresionado por las calaveras que le había mostrado Diego Rivera a su llegada a México, lo que lo impulsó a realizar el filme que tendría como propósito describir al pueblo mexicano recién liberado por su revolución social de principios del siglo, y aunque la película no sería terminada, representa la primera filmación sobre la tradición mexicana que se dio a conocer al mundo.
Y sin embargo, más allá de las fiestas y celebraciones públicas, y de la penetración del Halloween anglosajón, es en la intimidad de muchos hogares mexicanos donde se encuentra la esencia del Día de Muertos. La noche del primera de noviembre, las familias colocan dentro de sus casas un altar con ofrendas a sus familiares difuntos, lo que inexorablemente corresponde a la herencia prehispánica más que a las costumbres católicas. La tradición responde a la creencia de que esa noche y el día siguiente, nuestros familiares fallecidos tienen la oportunidad de acudir a nuestros hogares desde donde se encuentren, para compartir los alimentos.
El Día de Muertos constituye una celebración que sigue rodeada de un hálito de solemnidad
Antes de la Conquista del siglo XVI, los pueblos prehispánicos, específicamente los mexicas, tenían una cosmovisión muy amplia de la vida después de la muerte. Para ellos, existían diversos sitios a los que se llegaba según la forma de fallecimiento. Al Tlalocan, llegaban aquellos cuyas muertes se relacionaban con el agua; al Omeyocán, llegaban los guerreros muertos en combate y las mujeres que morían al dar a luz; al Chichihuacuauhco, llegaban niños; y al Mictlán, llegaban todos los que morían en forma natural.
El inevitable sincretismo que caracterizó al proceso de conquista hizo que esta creencia prehispánica fuera tamizada por el cristianismo. Se sustituyó al Mictlán y a sus dioses –Mictlantecuhtli y Mictlantecihuatl- por el Purgatorio del catolicismo, y la fecha pasó de ser una celebración pagana indígena a la fiesta católica de los Fieles Difuntos. De esta forma, todos los elementos que conjugaban la especial visión de los pueblos precolombinos respecto a la muerte pasaron a interactuar con rasgos traídos desde la Europa cristiana.
Con un marcado simbolismo, el tradicional altar de muertos contiene siete niveles, en los que se coloca sal, la comida que gustaba al difunto, pan de muerto, veladoras o cirios, agua, calaveritas de azúcar, papel picado, así como las infaltables flores de nube y de cempasúchil, todo ello en torno al retrato o fotografía del difunto, que se encuentra en la cima del altar o junto a una cruz y rodeado de copal o incienso.
Así, el Día de Muertos constituye una celebración que sigue rodeada de un hálito de solemnidad y que, a diferencia del Halloween -con sus calabazas, monstruos clásicos, fantasmas y brujas-, responde a tradiciones muy antiguas, que buscan, por una parte, reafirmar la vida con la inevitable presencia constante de la muerte y, por otra, sostener la creencia de que la línea que divide la vida y la muerte se vuelve difusa en una fecha determinada, permitiéndonos no sólo recordar a nuestros difuntos, sino convivir con ellos en una celebración que, aunque plagada de imágenes de calaveras, esqueletos y cráneos, festeja la vida.

