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Don Camilo, don Peppone y la sociedad virtual

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Si no conocen a Camilo y a Peppone, no saben lo que se pierden. En una Italia post-guerra mundial en la que el comunismo ganaba cada vez más números para ocupar el vacío de poder dejado por el fascismo, un periodista italiano, Giovanni Guareschi, imaginó a aquellos dos magníficos personajes: un reaccionario cura de pueblo, Don Camilo, y su antagonista, el alcalde comunista Don Peppone. A cada cual más bruto, más auténtico, más tierno.

Lo genial de las historias de aquella pareja era su terrible humanidad –siendo ambos como eran un par de cabestros– y el elemento cómico que suponía llevar las grandes luchas ideológicas del siglo XX al ámbito hogareño de un pueblo rural, en el cual su gravedad se tornaba irremediablemente grotesca. Al final, Don Peppone acaba siempre escondiendo en su casa al curita de las masas a las que él mismo ha instigado contra la Iglesia y Camilo –tan reaccionario como es él– no puede evitar sacar de más de un apuro a su enemigo político, jugándosela para preservar el buen nombre del alcalde entre sus cuadrillas de comunistas.

El inicio del siglo XXI y, especialmente la última década, parece haber despertado nuevamente la historia tras un tiempo en el que pareció estar apagada. Se puede hablar de “auges” por doquier. Vuelve el nacionalismo, vuelve el terrorismo, vuelven los discursos de odio y la xenofobia y vuelve la propaganda en la más moderna de sus versiones, la posverdad. Incluso han vuelto las amenazas –hace solo diez años impensables– de una guerra nuclear, al más puro estilo Guerra Fría. Podemos afirmar sin ningún género de duda que no se produjo como se esperaba el “fin de las ideologías”. Leer a Fukuyama hoy causa poco menos que sonrojo.

¿Por qué aquí? ¿Por qué ahora? ¿Qué puede haber fallado en aquel binomio “perfectamente racional” que decían el capitalismo y la democracia liberal?

No seré yo quien dé la clave definitiva para entender lo que está pasando en todo el planeta (Brexit, Le Pen, Trump, Islamismo, Wilders, Putin, Polonia y Hungría, Cataluña… son demasiadas cosas), pero sí creo que hay un elemento que, por estructural y nuevo, resulta esencial para comprender lo que ocurre y para vislumbrar un camino de salida. Un elemento que, hasta donde he podido ver, ha pasado relativamente desapercibido en el análisis de la deriva contemporánea. Me refiero a la introducción masiva de las tecnologías de la comunicación –las redes sociales, por ejemplo–, quizás la revolución sociológica más relevante de la historia, junto con las migraciones masivas del campo a la ciudad.

La tecnología se ha convertido en el nuevo mecanismo de estratificación social

Les pondré un ejemplo personal y gráfico: ayer por la noche recorrí 15 kilómetros para ir a tomarme una cerveza. Otros días llego a recorrer hasta 30 kilómetros. Les daré otro dato: no sé ni cómo se llaman los vecinos de mi edificio y creo que apenas conozco a cuatro vecinos del pueblo (todos ellos amigos míos antes de llegar yo a vivir aquí).

Lo que quiero decir con ello es que, desde que llegué a Madrid, prácticamente todas mis relaciones han sido cuidadosamente seleccionadas por mí, de manera que puedo llevar mi vida de una forma placentera y cómoda sin necesidad de relacionarme con prácticamente nadie que yo no haya elegido. Eso es un problema, y es un problema que tiene difícil solución. Les explico por qué.

Es un problema no solamente porque permite crear estratos sociales casi completamente estancos sino porque a esa posibilidad se le añade una multiplicidad de fuentes informativas que permiten llevar una dieta mediática completamente a la carta, sin llegar a enfrentarse nunca a la contrariedad de los argumentos de otros. Al menos cuando había cuatro periódicos, todos bebíamos de las mismas fuentes informativas y discutíamos sobre los mismos hechos. La presión por la veracidad del periodismo era grande.

Y es un problema también porque, allí donde el otro no es una relación real –con nombre, apellidos, profesión, valores, aspiraciones, chiquillos a cargo y problemas con la pareja– sino un paisaje, un colectivo abstracto, resulta pasmosamente fácil crucificarle en la propia mentalidad.

La sociedad virtual en la que nos hemos instalado tan ricamente hace que deje de ser un problema discernir si los musulmanes son o no naturalmente terroristas –porque al fin y al cabo, los musulmanes son solo una sombra en mi caverna a la que no estoy obligado a mirar– o si los votantes de Podemos son perroflautas indeseables que solo desean vivir del trabajo de otros. Tampoco importa si es verdad o no que los curas son todos pederastas y homosexuales reprimidos o si ese tipo que baja a ver los toros al bar no es, como sospechamos, un fascista y un machista de los que piensan secretamente que “con Franco se vivía mejor”. No es un problema tener que discernirlo porque, básicamente, el contacto con la realidad inmediata ya no se nos impone. Podemos obviarla y seleccionar la parcelita de “mundo” (y me refiero a visión sobre la realidad) que nos es más placentera.

Si no es cierto, podría serlo“, respondemos con una ligereza que hiela la sangre cuando nos llega la típica noticia falsa. Se pone así de manifiesto que preferimos la comodidad de nuestros juicios condenatorios desde el sillón a la incómoda tarea de enfrentar la realidad y tener que ser honestos.

Echo de menos ese realismo prodigioso al que se ven obligados Camilo y Peppone y que deviene del hecho de estar sujetos a una realidad que probablemente no hubieran elegido y que frecuentemente está sembrada de contrariedades. Solo cuando el encontronazo es inevitable descubrimos en el otro su auténtica profundidad, su “yoidad”, aquello que hace que, no obstante todas sus diferencias, se nos manifieste como un “tú” al cual no podemos sentenciar sin perdernos a nosotros mismos en un acto consciente de injusticia.

La solución –quizás la única posible– a todo este barullo en que está metido el mundo con el retorno de las ideologías pasa entonces por hacer un esfuerzo por integrar nuestra realidad en nuestro mundo. Quizás sea tarde. Entiendo que no es sencillo romper así como así con una conducta masificada que comporta tantos beneficios a nivel particular por una razón comunitaria.

Pero les haré un spoiler, cuando, tras tantos problemas entre alcalde y párroco, logran separarse, Don Camilo no tarda ni cinco minutos en volver corriendo a sufrir a su Peppone.

Por algo será que hemos aguantado tantos siglos juntos, viviendo unos con otros sin posibilidad de elección. Y por algo será que es ahora que podemos elegir un mundo completamente a la carta cuando parece que ya no sabemos soportarnos los unos a los otros. Nos falta práctica.

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