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Que Twitter no te engañe: no eres tan importante

En Distopía por

Un filósofo de cuyo nombre no quiero acordarme, profetizó siglos atrás el desastre humano de Twitter. Lo aplicaba en realidad a los medios de comunicación en general  y decía que al amplificar la voz estos medios creaban una tremenda ilusión: la ilusión de creer que uno era tan grande como su voz amplificada. Se figuraba que al ampliarse infinitamente su potencial auditorio, aquello que tenía que decir era ipso facto algo importante. Y por otro lado, el gran Narcisista (o sea, usted) ya no hablaba a un ser humano –su vecino, el portero de su casa, la señora que pasea a su perro todas las mañanas, etc. –sino a la Humanidad, a la Generación, a la Historia, al Porvenir. ¡Qué jugosa posibilidad!, ¡qué encumbrado se siente de repente uno! Como para quedarse callado.

He visto a ciertos individuos reflexivos caer en esta trampa y de repente colgar en su Twitter frases directamente dirigidas a totalidades abstractas, a “los españoles”, “los catalanes”, “la gente”, en fin, gritos dramáticos que uno jamás emplearía con un ser humano concreto, que tengo ahí parado, delante de mí, con esos ojos de sapo y esa mirada “de qué vas” que pondría en ridículo mis aires de grandeza y mi discurso para la posteridad.

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¿A quién le hablas, amigo twittero?

No me rasgo las vestiduras por la cháchara de Twitter, las palabras vacías que ya no significan nada, los insultos o los linchamientos virtuales, el subidón narcisista del like o el compartir, sino por la raíz y fuente de tanto olor a podrido. La capacidad masificadora y mistificadora de este (y otros tantos mass media). Su capacidad para hacernos olvidar que cada uno de nosotros es un individuo bastante insignificante desde la perspectiva de la historia universal, aunque importante tal vez para el que tengo (literalmente) al lado.

Que uno mismo en Twitter no es un ser concreto, con cara, rutina, familia y deberes cotidianos se hace evidente si consideramos la poca repercusión que tiene insultar o humillar públicamente a alguien. A veces pienso si no sería beneficioso para todos, legalizar los duelos a muerte: de esa forma el insultado podría exigir un combate para ver restituido su honor y el insultador tendría que pensárselo dos veces antes de airear su cochina inmundicia. Pero entonces pienso que esto no conseguiría gran cosa, porque muchos estarían dispuestos a morir por su ego inflado si el duelo se llevara a cabo por streaming.

¿Para qué ser uno mismo, si puedo ser un Perfil? ¿Para qué tomarme el tiempo de pensar si debo hablar o callar, si puedo simplemente charlar, esto es, cagar palabras sin tener que limpiarme luego?

¿Para qué mirarme al espejo por la noche y ver esa cara demacrada y llena de muerte que me devuelve el saludo, si puedo abrir mi cuenta y felicitarme por mi ingenio y su repercusión (¡trending tíoooo!), mis propias palabras de vida eterna?

Como no tengo una solución a esta angustia metafísica que nos hace aferrarnos desesperados a cualquier posibilidad de esquivar nuestra propia insignificancia, aquí lo dejo. Además, ya me siento lleno y satisfecho de escribir este artículo para la posteridad.

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Nací en una cloaca de convento del Siglo XVI. Así como el nauseabundo pescado despertó un olfato hiper-sensibilizado en Jean-Baptiste Grenouille, la relajación en la vivencia de la Regla de aquellos monjes despertó en mí una brutal intolerancia por las variadas formas del alma moderna. Reaccionario implacable, soy seguidor del cardenal Cayetano y Donoso Cortés. Me enloquecen las salchipapas, símbolo del imperio Español, y me pierde mi devoción por Mourinho.

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