Para cuando tiemble el podium

En Distopía por

La libertad, como la vida, sólo la merece

quién sabe conquistarla todos los dias.

(Goethe)

Que me perdonen los académicos de la RAE por la siguiente afirmación pero aún hoy, a pesar de sus continuas -y cuestionables- revisiones léxicas, existen conceptos imposibles de categorizar y definir, palabras que esconden tantas identidades como personas que las pronuncian y que ni miles de años han convertido en cognoscibles u objetivables. Ni la filosofía ni la lingüística han alcanzado a materializar nociones que ya pasada o no la edad contemporánea se nos siguen resbalando entre acepciones y significantes. Así, términos como Dios o Alma persisten como conceptos indómitos para la verdad -y posverdad-.

Otro de esos abismos indescifrables y sólo abordables en nuestro cosmos espiritual e individual es Libertad, entendida en el diccionario como la facultad natural del hombre para obrar o no obrar de una determinada forma o el estado de no quién no es preso; reducción que podría ser tildada de trivial, negligente y discutible pues primero asume que la libertad es una aptitud natural e innata en nosotros -que nos hace permanentemente libres- para posteriormente someterla a la condición de ser preso.

Centrándonos en el último siglo y olvidando el academicismo de la RAE, la libertad se erige como la bandera de Occidente desde 1945, símbolo sacro de la historia de las humanidades, eminente lucha de los colectivos, vía única de realización individual, escudo de los mercados y propósito de cualquier sociedad avanzada. No existe ente que la niegue ni discurso político-institucional que no la enfatice y encumbre. La libertad es el nirvana budista de los antiguos feudos de Trajano.

Todos nos creímos aquello que nos contaron Roosevelt y Churchill de que la libertad no es congénita sino que se persigue, se lucha y se gana. Hemos nacido en el bando vencedor, en el lado correcto de un Muro de Berlín que nosotros mismos derribamos en el 89. Somos la custodia de la libertad y dueños de ésta desde la caída de la URSS. Estamos demasiado acostumbrados a vivir en el podium, a proclamarnos vencedores y nadie nos ha contado que también es posible perderlo, que podemos ser vencidos. 

No es mi intención crear angustia, sólo indicarles que somos humanamente frágiles y las certezas del pasado resultan a día de hoy tan eventuales como endebles. Una emergencia sanitaria, unas semanas de confinamiento en casa y un estado de perplejidad generalizada son variables perfectas para aniquilar ideas y preceptos que tomábamos como garantizados. Es dificultoso dilucidar juicios objetivos y escapar de las emociones cuando somos testigos de un bombardeo informativo y presenciamos una situación de colapso económico, parálisis laboral, riesgo sanitario y aislamiento colectivo. En efecto, en los últimas semanas estamos viviendo bajo una presión y ansiedad constante que nos convierte en seres aún más vulnerables.

Nuestro instinto de supervivencia nos juega una mala pasada cuando se trata de elegir entre seguridad ciudadana o libertad. Ambas constituyen un binomio esencial e inseparable en un estado democrático y una dialéctica recíproca que a menudo se presenta como excluyente en un debate falaz, trucado y prestado a intereses particulares, nunca ciudadanos.

Tal controversia se nos presenta últimamente en múltiples caras. Desde diversas tribunas, y lejos de dar siglas políticas pues estas líneas no pretenden crear bandos sino defender el legado de Pericles, somos testigos de ataques directos a los preceptos de nuestra sociedad. Debatir y cuestionar desde la Vicepresidencia del Gobierno de España la legitimidad de silenciar un medio de comunicación con el fín de reducir el alarmismo social y la desinformación es cuanto menos peligroso y embiste de frente a una libertad de expresión que creíamos inexorable. También considerábamos inviolable nuestro derecho a la privacidad y ahora, sin entender muy bien por qué ni tener tiempo ni poder de discutirlo, los ciudadanos hemos aceptado que herramientas GPS rastreen nuestros movimientos y el Estado disponga de información sobre nuestra geolocalización, ¿hubiésemos asumido tal control en otras circunstancias?

Por no ceñirme sólo a nuestro país, les diré que en Hungría con la hipótesis de fortalecer y acelerar la respuesta del Estado en tiempos de emergencia, se han suprimido los poderes del Parlamento y el gobierno ha adquirido poderes extraordinarios. Ello supone una absoluta toma de control sin obstáculos y una brecha en la idea histórica de división de poderes en un país integrante de la UE. Sin embargo, hace tan sólo unos meses, basándose en una estrategia amparada por la ley, Boris Johnson trató de suprimir la actividad del Parlamento inglés y tras abrir todas las portadas nacionales e internacionales, fue señalado y denunciado por la Corte Suprema del Reino Unido.

Estos son tan sólo unos ejemplos de cómo el Covid-19 supone algo más que una emergencia sanitaria que pondrá en duda los cimientos de nuestro pensamiento y valores, también nuestras luchas y máximas. Es algo tan natural como imprescindible para continuar el curso de la propia Historia. Tal introspección es inevitable y debe aflorar desde la responsabilidad individual y colectiva, desde las propias convicciones e ideas de futuro. No confundamos, eso sí, nuestra revisión con la de quienes aprovechan el shock para imponer políticas y planes injustificables que nada tienen que ver con intereses de la ciudadanía ni de las naciones. La sociedad no debe sólo superar la epidemia sino decidir también el mundo en el que quiere despertar. Si algo nos está enseñando el Coronavirus es que  libertad y la vida -como apuntaba Goethe-, aún se siguen conquistando cada día. Sólo así nos haremos merecedores de ambas y no de un podium provisional que ahora vuelve a temblar.

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Nacida en Madrid, actualmente ejerzo como profesora en Oxford. Amante de la literatura clásica, el ensayo, la poesía y el arte. Es complicado tener afiliaciones políticas cuando se posee una gran biblioteca. Creo en el ser, el pensamiento y las humanidades.