“Represéntate hombres en una morada subterránea en forma de caverna, que tiene la entrada abierta, en toda su extensión, a la luz. En ella están desde niños con las piernas y el cuello encadenados, de modo que deben permanecer allí y mirar sólo delante de ellos, porque las cadenas les impiden girar en derredor la cabeza”.
La conocida alegoría de Platón es, en su comienzo, perturbadora. Nos muestra la situación en la que se encuentra la naturaleza humana, es decir, el estado en el que se encuentran la mayoría de los hombres con respecto al conocimiento de la verdad o la ignorancia. En la caverna, encadenados, no pueden siquiera girar la cabeza. No es de extrañar que, cuando es liberado un prisionero, la luz le llene los ojos de fulgores y que necesite tiempo para acostumbrarse, para poder llegar a mirar las cosas de arriba.


La imagen simbólica de unos hombres atados de piernas y cuello, desde niños, mirando al frente, tiene su correlato postmoderno en los hikikomoris, una palabra japonesa que nos sirve para nombrar a los muchachos que en nuestros días sufren un aislamiento social agudo y que huyen de su incapacidad para las relaciones sociales buscando refugio en otras vidas. Viven, literalmente, encerrados en su cuarto. El psiquiatra japonés Tamaki Saito, padre del término, definió este apartarse del mundo y sumergirse casi siempre en la vida digital como una enfermedad social, basada en la reclusión intencional durante al menos un período de seis meses. En Japón, son ya 2 millones de personas afectadas por el síndrome, creciente también en otras partes del mundo.
Afortunadamente, el mito platónico también nos enseña que, aunque haya cavernas en el mundo, no todo el mundo es una caverna. No todos permanecemos encerrados en la aparentemente confortable vida digital de nuestra habitación, no todos bordeamos precipicios para hacernos selfies, ni perseguimos Pokémons Go o trendig topics mientras conducimos. Sin embargo, todos tenemos esa experiencia contradictoria acerca de los importantes riesgos y de las enormes oportunidades que nos proporciona la tecnología.
Este es el caldo de cultivo en el que ha triunfado una distopía desasosegante como Black Mirror, cuya pregunta central toca al hombre que somos y a cómo afecta la tecnología a nuestras vidas: ¿qué queda de humano en las relaciones humanas que han sido invadidas por la sociedad de las pantallas? La inquietante respuesta de la serie de ficción es que, antes que asustarnos con un futuro lejano, se nos amenaza con un presente en perspectiva que, en buena medida, habita ya entre nosotros.
El riesgo de que nuestra vida acabe fagocitada por los dispositivos móviles es real
No es una cuestión que afecte solo a unos pocos, se nos ha ido de las manos. El riesgo de que nuestra vida acabe fagocitada por los dispositivos móviles es real. Los finlandeses ya contemplan la adicción tecnológica como eximente del servicio militar obligatorio. En Madrid, se acaba de abrir el primer centro de atención en adicciones digitales para adolescentes. Según los últimos estudios publicados, los españoles miramos el móvil más de 150 veces al día y no podemos estar más de una hora sin abrir el WhatsApp.
Anda el Gobierno preocupado por ello y está en curso la llamada Ley de Desconexión, que permitirá no tener que contestar los mensajes del jefe que nos llegan a deshoras. En una sociedad hiperconectada como la nuestra, la Ley parece tan necesaria como insuficiente. Hay que ir más allá, a los presupuestos morales que toda ley contiene y tomarse en serio nuestro consumo digital. Los responsables de tráfico empiezan a alertarnos de que en España nos matamos más al volante por andar whatsappeando que por exceso de alcohol.
Con el uso y abuso de los dispositivos móviles somos capaces de unir océanos y de separar sofás
No solo perdemos tiempo sino que generamos un estrés anticipatorio al saber que tendremos que contestar las peticiones que nos lleguen mientras estamos llevando los niños al cole, cenando en familia o cambiando pañales. Hemos entrado en un bucle tal que parece que necesitemos una bofetada de realidad para que salgamos del letargo. Es entonces cuando nos preguntamos cómo es posible que un padre se deje olvidado a su bebé en el coche y cuando el espejo nos devuelve la dramática respuesta de que nosotros también andamos a menudo sumergidos en otro mundo.
Reconocer el problema y aventurar que va a ir a más no significa, en modo alguno, mantener posiciones luditas, al modo de aquellos artesanos ingleses del siglo XIX que la emprendieron a golpe contra las máquinas, como si fueran las bestias redivivas del Apocalipsis. Antes al contrario, creo sensato sostener que las tecnologías se pueden y se deben diseñar para enriquecer nuestras relaciones sociales y avisar de que también pueden concebirse para que sean adictivas. Con el uso y abuso de los dispositivos móviles somos capaces de unir océanos y de separar sofás. El hombre siempre capaz, como nos advertía Viktor Frankl, de la música de cámara y de la cámara de gas.


Por eso, antes de que sea demasiado tarde, propongo una sana desconexión para sobrevivir al problema que tenemos encima, convencido de que serán mejores profesionales (y por supuesto mejores personas) aquellos que sepan integrar equilibradamente las enormes ventajas que nos regala un mundo conectado. Hoy, la delicada tarea de procurarnos una vida lograda incluye apartarse (al menos de vez en cuando) del mundanal ruido y cuestionarnos en profundidad si una buena parte de la vida digital que sobrellevamos no será, de la mano del Segismundo de Calderón o del genio maligno de Descartes, una sombra, una ficción y, si por lo tanto una cierta desconexión madurada no será la mejor forma de decirle al mundo cómo hay que asirse a la realidad.

