“Si una civilización superior alienígena nos mandara un mensaje diciendo, “Vamos a llegar en unas décadas”, ¿sólo contestaríamos “Vale, llamadnos cuando estéis aquí- os dejaremos las luces encendidas”? Seguramente no – pero eso es lo que está sucediendo más o menos con la inteligencia artificial. “(1)
Esas palabras no son las de un lunático sino las de Stephen Hawking firmando conjuntamente con otros científicos una columna en The Independent en 2014. La inteligencia artificial (IA) es, en la mente de muchos, un tema de ciencia ficción o en el mejor de los casos una etapa de un futuro muy lejano. A pesar de ello, las grandes empresas de Silicon Valley están ya invirtiendo millones de dólares en investigación sobre IA. Hace unos meses, Facebook ha abierto su centro internacional de investigación sobre inteligencia artificial en París y Google participa también en numerosos proyectos, hasta tal punto que financia su propia universidad denominada la Singularity University.
El ser humano: ¿una máquina sofisticada?
Desde el punto de vista antropológico la IA plantea nada menos que la definición del ser humano. Si realmente la inteligencia humana se resume en unas meras conexiones neurológicas como afirman muchos, eso significaría que el humanoide de mañana sería igual al ser humano. ¿Y qué significa ser igual? ¿Igual en derechos, igual en dignidad? Llegará el momento en el cual la eficiencia de la máquina será superior a la del ser humano. En este punto, aumentará el riesgo de que se valore más al robot que al ser humano.


Aquí es donde acampa el transhumanismo, esta nueva filosofía materialista que percibe al hombre como una máquina súper-sofisticada que podría ser mejorada con los avances tecnológicos. El debate de fondo que plantea esta corriente es la existencia del alma. Si no existe el alma, el hombre es una construcción biológica maravillosa que se podrá reproducir, mejorar y superar. Así, está detrás la gran pregunta teológica: ¿el hombre es una creatura de Dios o se hace a sí mismo?
En la calle, los carteles publicitarios juegan con esta idea de transformación, no hay más que ver por ejemplo hace algún tiempo una campaña en las paradas de bus de Madrid sobre programas de formación titulada “Trans-fórmate”, donde se podía ver a unos alumnos “mejorados” con brazos biónicos y otros artilugios tecnológicos.
En un futuro próximo, la brecha digital entre los que podrán permitirse pagar esta tecnología y los que no, fomentará nuevas desigualdades entre los seres humanos que se arriesgarán, una vez más en la Historia, a clasificarse en primera o segunda categoría. Esos futuros “cyborgs” (seres humanos con elementos tecnológicos integrados) abren nuevas posibilidades de intercambio con las máquinas.
Claramente está en el punto de mira lo que significan las relaciones humanas. Muchas obras de ciencia ficción adelantan que los seres humanos podrían relacionarse en un futuro con humanoides ya sea como pareja, como hijos adoptivos o como empleados. ¿Realmente el asistente digital de Apple, denominado Siri, podría algún día transformarse en algo más como plantea la película Her?
Inmortalidad tecnológica
El afán de los hombres por ser “como dioses” es tan antiguo como la humanidad, pero la inteligencia artificial lo plantea drásticamente. Con los avances tecnológicos será posible a corto plazo alargar sustancialmente la vida humana; y no se conoce el alcance de las posibilidades y de las preguntas éticas que surgirán.
Últimamente este viento de transformación sopla en todas las producciones culturales, multiplicándose en la cartelera con películas como Transcendence, Lucy, Sin límites o el dibujo animado Big Hero 6 de Walt Disney. De hecho este dibujo, de gran calidad técnica, plantea diversos interrogantes antropológicos y filosóficos que pueden pasar inadvertidos pero que son parte integrante del guión. Eso ocurre por ejemplo cuando el personaje principal propone a sus amigos proporcionarles una “mejor versión” de ellos mismos gracias a la robótica, o cuando se establece una comparación entre algún protagonista muerto y el robot, que gracias a una tarjeta de memoria electrónica puede volver a “existir” a pesar de haber sido destruido. Y la aportación definitiva aparece en la canción final; cuando ya desfilan los créditos, el estribillo reza: “seremos inmortales”… Toda una declaración de intenciones.
Por su parte, Google anuncia claramente que gracias a la “singularidad” tecnológica pretende controlar la muerte. En su centro de investigación Google X, invierte con este propósito en los mejores científicos. Y no es un secreto para nadie: la revista Time sacaba en 2013 una portada emblemática que preguntaba “¿Can Google solve death?”
La investigación filosófica, clave del debate
Para responder a todas esas preguntas y profundizar en una respuesta filosófica que pueda garantizar la dignidad humana, empiezan a surgir centros de investigación. Estudian las oportunidades pero también los peligros de la IA, sobre todo de la que se denomina “bio-inspirada”, que intenta simular el funcionamiento del ser humano, es decir, la que sería potencialmente al origen de futuros humanoides.
El peligro es tan real que grandes nombres de la industria, como el inventor de PayPal, Elon Musk, ha dado 9 millones de dólares al think tank Future of life (2) que estudia los peligros de la inteligencia artificial, organismo que ha sido creado de hecho por Jaan Tallinn, co-inventor de Skype.
Es urgente desarrollar hoy una reflexión antropológica, filosófica y teológica sobre las cuestiones que plantea la inteligencia artificial para acompañar los avances tecnológicos. El humanismo cristiano tiene mucho que aportar en unos debates que interesan a la sociedad en su conjunto y que ahora mismo son hegemonía de unas pocas multinacionales a favor del transhumanismo.
Retomando la imagen de Stephen Hawking, ¡Claro que hay que dejar la luz encendida! Y es más, hay que seguir alimentándola para no encontrarnos desprevenidos cuando llegue el momento.
Este artículo fue publicado por primera vez en Instituto Newman y es reproducido aquí con su permiso.