El ser humano y su condición indigente: una interpretación de la Pandemia

En Distopía/Pensamiento por

Todas las crisis de la Historia –ya sean políticas, económicas, sociales o ecológicas– han tenido repercusiones inesperadas, tan difíciles de prever y lidiar como sus propios orígenes. Sin embargo, podemos decir con Ortega y Gasset que siempre han tenido algo en común: el pertenecer a uno de dos tipos. O bien han sido crisis “vespertinas”, es decir, momentos oscuros que han sido el preludio de noches todavía más largas; o por el contrario, crisis “matutinas”, que como la muerte de Jesucristo –esta comparación es mía, no del agnóstico filósofo – han permitido el desarrollo de oportunidades más fecundas para la humanidad. La crisis generada por el Covid-19 no será diferente: también sus efectos serán imprevistos, y podrán ser totalmente nocivos o generar una nueva esperanza.

Esto es así porque la Historia no está escrita, sino que la protagonizamos las personas. Por ello, para saber cómo se andará el camino futuro, si nuestra sociedad escogerá el de la luz o el de la oscuridad, lo fundamental ahora es conocer el punto de partida. Es decir, comprender cómo esos seres humanos estamos pensando y viviendo la situación. Al hacerlo, constatamos que la primera característica es que casi todas las lecturas que se difunden son políticas. Y la segunda, que son totalmente contradictorias y, lo que es más significativo, radicalmente excluyentes entre sí: unos ven en la epidemia la demostración de que no existen las fronteras, otros por el contrario que éstas son más importantes que nunca. Para un sector evidencia que el Estado debe ser más centralizado, y en el que se le opone, que los entes subestatales habrían de tener más autonomía. Existen grupos que ven claro que “lo público” debe fortalecerse más, mientras que otros consideran que la iniciativa privada nos ha salvado. Los ecologistas radicales aplauden a Pachamama defendiéndose de los “virus humanos”, y sus contrarios dicen que si la naturaleza es una madre, es tan cruel como Saturno devorando a sus hijos. En general, se valora la importancia de la familia como primera sociedad, pero no ha faltado quien señalara que es el momento de destruirla por incapaz. Finalmente, algunos vemos con admiración y esperanza la labor de la Iglesia, en tanto que una escritora la tachó de “invisible” y un cómico de inútil.

El hecho de que la mayoría de estas perspectivas sean políticas implica que sean insuficientes para analizar una circunstancia en la que, sin pedirlo, hemos sido colocados. Así es porque antes de la estructura política existe otro fundamento que la sustenta, y no es el económico. Por ello, las también abundantes reflexiones en torno al “fin del neoliberalismo” son una muestra de milenarismo político; el mismo que lleva por lo menos desde la crisis de 1873 –y por supuesto tras la de 2008– hablando de superar el capitalismo porque no aguanta más. El verdadero fundamento prepolítico es el ser humano, o por decirlo más concretamente con autores como Steven Pinker o Thomas Sowell, la concepción que las distintas ideologías y propuestas tienen de la persona. Por ello, esta crisis puede ser matutina si, con independencia de las lecturas políticas que se hagan, se reflexiona antes sobre una pregunta muy básica que los profesores no suelen hacer a sus alumnos: ¿qué es el hombre? En mi opinión, y por decirlo en una sola frase, esta epidemia demuestra algo básico que también dijo Ortega y Gasset: que el ser humano es un “ser indigente”.

No somos entes “suficientes”, dice el filósofo, sino seres escindidos entre dos cosas que no elegimos: la circunstancia y la vocación. Una realidad, la primera, que nos es impuesta; y otra, la segunda, que nos es propuesta. Y esta falta de libertad es algo fundamental en lo que hay que insistir hoy en día, en un contexto socio-cultural en el que la destrucción de los límites no ya morales, sino también biológicos, se ha convertido en aspiración última del ser humano. En este sentido, algo importante que recuerda Julián Marías cuando comenta la idea de circunstancia, es que no se refiere únicamente a los acontecimientos sociales, políticos y económicos, sino antes que nada, a nuestra realidad psicofísica y vital. Esto significa, en el caso que nos ocupa, que la circunstancia es el Coronavirus como fenómeno no buscado; pero que también lo es la propia condición humana en tanto que realidad radical. A este aspecto hay que mirar para comprobar la condición indigente del ser humano. Y para ello, algo importante es refutar otro mantra que se repite cada día: el de que la presente crisis es una catástrofe histórica sin apenas precedentes, y que los jóvenes somos unos desgraciados porque estamos siendo expulsados de una vida de bienestar a la que tenemos derecho.

Esta perspectiva es errónea:  el hecho de que los seres humanos en Occidente hayamos vivido durante las últimas décadas alejados de tres de los cuatro jinetes del Apocalipsis (de la muerte biológica no podemos escapar, aunque Yuval Noah Harari insistía hace poco en que es un “problema técnico” que tal vez podremos resolver) es una anormalidad histórica. Desde el principio de los tiempos, el hambre, la enfermedad y la guerra han sido cotidianos; y todavía lo son en muchos lugares del mundo. Según nos recuerdan libros y artículos de personas como Steven Pinker, Jordan Peterson, o Johan Norberg, todo el desarrollo científico y tecnológico que poco a poco ha logrado aplazar la muerte es una novedad en la historia de la humanidad. Por eso, la pandemia forma parte de la lógica de la realidad humana, y lo que hemos de preguntarnos no es por qué ocurre, sino dos cosas más precisas: por qué hemos vivido tanto tiempo sin que aconteciera algo parecido, y por qué ha sido posible olvidar la condición indigente de la persona. La respuesta a la primera pregunta está en el progreso, y la segunda, en el ocultamiento de la muerte.

Sobre el progreso se escribió mucho después de la II Guerra Mundial, pues esta desgracia refutó el fideísmo que autores como Comte o Marx le profesaban. Sin embargo, la que me parece, por su sencillez, la mejor definición del mismo, es la que había hecho Manuel García Morente en 1931. Según este filósofo, corremos el riesgo continuo de confundir “progreso” y “proceso”. El segundo es automático, propio de la naturaleza; mientras que el primero es fruto de la aplicación libre de la razón humana, reducido a la historia. Así, el progreso que ha vivido la humanidad –en el pensamiento desde Grecia, en la relación con Dios gracias el cristianismo, y en el bienestar material a partir de la Revolución industrial– es obra del compromiso en el mundo, y no un regalo del destino. Creer que nuestra vida moderna, en apariencia perfecta, es un dato más de la realidad humana, implica caer en la “psicología del señorito satisfecho”. Así definía Ortega a una de las modalidades del hombre-masa.

El “señorito satisfecho”, por otro lado, al estar nadando en la abundancia desde que nace, se aleja del sufrimiento. Y con ello se deshumaniza, porque el primer dato de la experiencia humana es que la vida es un Valle de Lágrimas. Por eso escribía con acierto Baltasar Gracián que, en lo que parece un reconocimiento de lo que le espera, lo primero que hace el niño al nacer es saludar a su madre con el llanto. Hoy en día las lágrimas se reservan para el emotivismo, a la vez que se esconde el sufrimiento de todas partes. De ahí que una de las características más importantes de nuestro tiempo sea lo que Philippe Ariès llamó la cultura del “ocultamiento de la muerte”.  Un Zeitgeist que está detrás de un hecho que en estos días indigna a muchas personas: la ausencia de muestras de luto, y el bombardeo de imágenes con arcoíris y aplausos que esconden el padecimiento y la muerte de miles y miles de personas.

Frente a ello, esta crisis debería ayudarnos a recordar qué nos define a los seres humanos, y cómo se ha desarrollado la Historia de la que somos protagonistas. Puede ser una crisis matutina si nos lleva a valorar todo lo que tenemos, después de reconocer lo que somos. Y más que matutina, puede ser una crisis pascual si también nos conduce a ver la esperanza que nos trae la Resurrección. Un “hecho extraordinario” –por utilizar otra expresión de García Morente– que da sentido a las tres formas que la muerte tiene hoy en día en Occidente: la muerte aplazada –de las enfermedades–, la muerte oculta –del cuerpo biológico–, y la no menos importante muerte negada –la existencial, del sufrimiento cotidiano, que también se blanquea. Los seres humanos somos indigentes y es hora de recordarlo, y los cristianos podemos hacerlo a la luz pascual de Jesucristo.

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Menorquín nacido en Madrid, desde pequeño he sido un apasionado de la Historia, pero mientas trataba de conquistar su conocimiento en la UCM fui seducido por la “ciencia general del amor”, la Filosofía. Tratando de que mi corazón no se desgajara por tener que optar entre uno u otro camino hacia la Sabiduría, hice mi tesis doctoral sobre José Ortega y Gasset. Su Razón histórica aplicada a la idea de nación, es el tema sobre el que he publicado varios artículos de investigación, y participado en congresos españoles y del extranjero. Durante varios años he tratado de enseñar lo que he aprendido a jóvenes de dos universidades –una pública y otra privada–, y ahora intento que también las aprendan los adolescentes de un colegio. Con ellos espero el Apocalipsis: no solamente en el sentido católico, sino también en el orteguiano, pues mi ilusión es alcanzar la Alétheia o “Verdad desvelada”.