Súbitamente, lo que era ocasional se volvió habitual. Lo que antes servía para hablarse y verse con relaciones distantes -familiares, amicales o profesionales- pasó a ser el vehículo imprescindible de comunicación con los más cercanos. A partir del distanciamiento social obligado por la pandemia, el espacio cotidiano se hizo grueso, aumentó su espesor hasta hacerse difícil de atravesar.
Meet, Zoom, Hangout, Jitsi: aplicaciones para realizar videoconferencias. He aquí los medios de la comunicación interpersonal que nos permiten seguir en contacto con los nuevos distantes. Pronto se pusieron en evidencia sus defectos y limitaciones: problemas de seguridad y encriptación, prestaciones limitadas, requerimientos demasiado exigentes en materia de audio y video, conectividad.
Pero el reclamo más llamativo fue que el tiempo de sesión que ofrecían las aplicaciones en su versión gratuita era a todas luces insuficiente. Cabe proponer una conjetura sobre horizonte cultural en el que tuvo origen la queja. Se trata de un malestar previsiblemente latino, en el sentido más amplio de la palabra: pueblos que hablan idiomas derivados de la inmortal lengua del Lacio.
Y no es para menos.
Influidos directamente por el culto a la palabra y el gusto por la representación dramática de los helenos, los romanos desarrollaron como nadie el arte de la retórica. El teatro no les gustaba tanto como a los griegos, quizá porque eran en si mismos un pueblo de histriones, acostumbrados a representar un papel dramático en la vida cotidiana.
El verbo florido de los romanos se canalizó en tierras ibéricas a través del demorado arte de la conversación, y más recientemente, de la hispánica tertulia. Dio el salto atlántico cuando despuntaba el barroco: a la conversación se agregó la afectividad propia de los hispanoamericanos, su expresionismo característico, sus reglas de cortesía, la manifestación física del afecto.
No he averiguado cuál es el origen de este invento pandémico de saludarse con el codo, pero no me extrañaría que sea una ocurrencia latina, por la necesidad imperiosa de tocarse de algún modo al encontrarse. Como si nos hiciera falta una prueba palpable de la presencia del otro para saber que está allí.
Nos gusta estar juntos. Un amigo mexicano se refiere a cierta patología muy común del ambiente profesional de su país: la juntitis, o propensión a armar reuniones por cualquier motivo.
Ya en el contexto rioplatense la extroversión hispanoamericana, reforzada por la influencia itálica, se trocó en introspección exhaustiva, en exploración y exteriorización de ideas, sentimientos, juicios, opiniones, fruto quizá de la notable penetración del psicoanálisis en estas tierras.
Los ingleses llaman conversation pieces a los cuadros que representan personas conversando o haciendo otras actividades, usualmente en el exterior. También denominan así a objetos de ornato que pueden ser motivo de charla. En el Río de la Plata la conversation piece por excelencia es la mesa de café.


Charlémoslo bien, después
Hablamos mucho. Lo ha dicho con todas las letras Miguel Ángel Martín, quien desde su cuenta @Tunomandas, está haciendo el mejor costumbrismo del confinamiento del mundo hispanoparlante. Hablamos mucho, quizá demasiado. Tenemos muchas palabras para designar la conversación indiscreta, que hurga en la vida de los otros y transmite los trascendidos: cotilla, chusmerío, copucha, chisme, chimento. Hablar lleva tiempo, por eso ningún plazo nos alcanza: siempre nos estamos prometiendo mutuamente otra ocasión en la que hablaremos con más tiempo, más tranquilos.
Pero ¿qué sucede cuando disponemos de un tiempo tecnológicamente limitado, y peor aún, cuando no podemos practicar nuestros ritos sociales de proximidad física: abrazos, apretón de manos, besos, palmoteos, caricias, pellizcos?
Se ha observado que las videoconferencias son más cansadoras que las reuniones físicas, porque nuestras mentes tienen que lidiar con la disonancia cognitiva que supone la contradicción de “estar juntos” pero sin la presencia corporal. La negación en los hechos de la ausencia del otro exige un esfuerzo psicológico mayor.
Pues bien: esto resulta aún peor para nuestra sociabilidad latina, que entra inevitablemente en estado de stress.
En el plano laboral, si no se puede extender el límite de tiempo, las reuniones virtuales se quedan en los prolegómenos, con escaso provecho. Si pueden extenderse se convierten en agotadoras maratones comunicativas que sirven para hacer catarsis y hablar con quienes no podemos hacerlo en directo, de todo lo que no hemos podido hablar a lo largo del día con quienes convivimos.
El tiempo de los latinos
Y es que la sociabilidad latina, barroca y expresionista se deriva de nuestra concepción del tiempo y nuestra forma de vivirlo. Es conocida la expresión anglosajona time is money: el tiempo es dinero, un recurso escaso que debe ser empleado con el propósito de obtener un beneficio económico.
Frente a esta concepción economicista del tiempo se erige la concepción vegetal, naturalista del tiempo americano (más bien, hispanoamericano) que analizara muy acertadamente el filósofo Alberto Buela: un tiempo de la espera, de la contemplación, del crecimiento y desde el punto de vista social, de la acogida. Un tiempo, me permito agregar yo, apto para la plática extensa, pero también vulnerable, incapaz de defenderse ante la lógica de imposición del tiempo como recurso escaso.
Toda la maravillosa tecnología puesta al servicio de la conexión remota que es la virtualidad ha sido concebida y desarrollada según la idea del tiempo como recurso escaso. Es evidente que nuestra sociabilidad latina se lleva mal con estos sistemas creados en otros entornos culturales.
La pregunta es qué hacer frente a esto: ¿adaptación o resistencia?
Por un lado, quizá tengamos que limitar en lo sucesivo la efusividad física del saludo. Con ello perderemos algo de singularidad cultural, pero parece una adaptación necesaria.
Por el otro es probable que las tecnologías nos obliguen a revisar nuestra concepción y nuestra manera de vivir y aprovechar el tiempo. También constituye un fenómeno de aculturación, pero puede permitirnos defender lo que nos queda de identidad, que hoy se encuentra en un estado de indefensión. La cultura es un organismo vivo que también se conserva y se fortalece a través de transacciones oportunas.