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Dios y el dilema capilar

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Entre las muchas partes de nuestro cuerpo, pocas son tan misteriosas como la cabellera. Ninguna es tan independiente, tan desafiantemente ajena, a nuestra voluntad. Si nos esmeramos en el gimnasio, lograremos endurecer nuestro vientre, tornando las antañonas lorzas en una musculosa tabla. Si nos disciplinamos, lograremos fortalecer nuestras piernas hasta hacerlas rígidas como el tronco de un árbol. Si estamos dispuestos a hacer caso al nutricionista, lograremos que de nuestro rostro deje de colgar la papada. Pero por mucho que nos empeñemos, por afanoso que sea nuestro esfuerzo, no lograremos detener la caída del cabello. En caso de que nuestra cabeza esté predestinada a brillar con luz propia, sin una mata de pelo que la eclipse, todo nuestro afán será vano: brillará con luz propia.

Podemos atiborrarnos a pastillas, acudir a Svenson, visitar fugazmente Turquía… Ninguno de esos remedios será eficaz. Es más, nos imprimirá una apariencia ridícula. Nuestros amigos se mofarán de nuestra renuencia a aceptar la realidad. Nuestra mujer se regodeará en el pésimo resultado de la operación. Nuestros enemigos encontrarán un motivo más para escarnecernos.

La calvicie como símbolo (y como iluminación)

En cierto modo, la cuestión de la calvicie refleja vigorosamente la precariedad de la existencia humana. Anhelamos una melena leonina que ondee al viento como la más hermosa de las banderas, pero un amenazante erial se va abriendo paso en nuestra coronilla sin que podamos hacer nada para evitarlo. Deseamos el infinito, la plenitud, la perfección, pero pronto descubrimos que somos una incubadora de vicios y de miserias. Es esa desproporción estructural de la que hablaba Giussani.

Pero la calvicie no es sólo simbólica; también es iluminadora. Si la contemplamos con los ojos adecuados, puede ayudarnos a comprender algo importante. La imposibilidad de detener la caída del cabello le recuerda a quien la padece su insuficiencia. Incluso Simeone, que decidió implantarse pelo, reconoce esta verdad: sus fuerzas no bastan; necesita a prestidigitadores turcos para obtener el edén capilar que tanto anhela. El florecimiento de la calva puede ser el inicio de la apertura al otro.

 Pero ni siquiera los embrujos de los hechiceros orientales son eficaces. El implante no funciona tan bien como Simeone esperaba. La naciente melenilla es más ridícula que su antigua calva. Es entonces cuando comprende que su problema, el abismo que media entre sus deseos y la realidad, requiere unas fuerzas sobrehumanas. Más que al otro, necesita al Otro. El resplandor de su calva le ha permitido columbrar una verdad esencial: el hombre no se basta a sí mismo; tiene que haber un torrente de agua viva que sacie su sed.

¿Y qué hay de la melena?

Hemos hablado de la calvicie, pero no nos hemos detenido en esas melenas que suscitan envidias por doquier en las cenas de cuarentones. El hombre que conserva su cabello intacto mira por encima del hombro al que tiene una bombilla por cabeza. Pero el suyo es un orgullo extraño y sano, pues conduce a la gratitud: ¿por qué misterioso motivo se le ha concedido a él, un hombre como los demás, un don que a otros se les ha negado? No tiene pelo porque haya sido especialmente brillante o porque haya logrado grandes éxitos laborales. Tiene pelo porque alguien se lo ha regalado.

Lo primero es dar las gracias a los ancestros de uno: “Gracias, padre. Gracias, madre. Vuestras vigorosas cabelleras han sido el germen de la mía, envidia de todos los calvos”. Pero esto no es suficiente. También su padre y su madre recibieron la melena como regalo. Su mérito radica sólo en haber engendrado unos hijos a los que cedérselo.

Anonadado por los filamentos que brotan de su cabeza, el hombre siente la necesidad de expresar eterna gratitud al artífice de la genética, a la raíz última de ese don con el que ha sido bendecido. Deleitándose en su cabello, encontró a Dios.

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Artículo publicado con anterioridad en el blog del autor. Reproducido aquí con su permiso.

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Director de la editorial Homo Legens. Graduado en Periodismo y Relaciones Internacionales. “Non intratur in veritatem nisi per caritatem”.

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