Días de monástica y escolástica reclusión

En Cuarentena/Distopía por

De entre las historias monacales, siempre inspiradoras de una espiritualidad singular, que uno recuerda hay una que parece especialmente adecuada para la ocasión. Es la de un novicio que, recién ingresado en un monasterio situado en las montañas, decía llevar una vida extremadamente feliz, debido sobre todo a los diarios y largos paseos montaraces que disfrutaba con inocencia y gratitud. Hasta que de pronto, un día, su director espiritual le dijo que renunciara a dichos paseos. Detrás de esa renuncia, que llevó con resignación y solo con el tiempo acabó comprendiendo, había tanto un espíritu de genuina obediencia como una sabia enseñanza sobre el papel de lo mundano en el orden del ser. Puede que la situación de reclusión que muchos vivimos actualmente, siendo tan diferente a la experiencia del monje, tenga sin embargo un poco de ambas cosas.

Por empezar por el final, el virus nos ha cambiado nuestra forma de ver las cosas. Uno de los rasgos fundamentales de este tiempo es una fuerte sensación de vulnerabilidad. Esta sensación nos acompaña durante toda la vida de manera individual y silenciosa, y se hace especialmente intensa en momentos de enfermedad o ante la pérdida de un ser querido. Pero esta vez adquiere un aspecto diferente, es muy intensa y a la vez colectiva. Te hace distanciarte físicamente del vecino, por pura precaución, pero, al mismo tiempo, el sufrimiento compartido te genera una nueva solidaridad con él. Ya conocíamos nuestra contingencia, pero esta manera de vivirla y de ser conscientes de ella de manera colectiva parece colocarnos a todos, y no solo a cada uno, en una posición nueva, más inestable pero al tiempo más cercana, frente a la naturaleza.

Otra cambio importante se da en nuestra percepción del paso del tiempo. El confinamiento obligatorio parece hacer que el tiempo transcurra con languidez y, si bien el teletrabajo puede ser igual de intensivo o más que el trabajo en la oficina o en el centro educativo, la ausencia de desplazamientos y la monotonía del decorado dan su propio toque de uniformidad a los días. Si se combina con las sensaciones propias del momento, se trata sin duda de un escenario perfecto para apreciar la importancia relativa de las cosas. Ascender en el trabajo, alcanzar cierta posición social o ir de vacaciones a tal o cual lugar nos parecen ahora vanas fruslerías al entrar en comparación con bienes de un rango superior, como el bienestar físico y espiritual de nuestros seres queridos.

El segundo de los aspectos comunes con la experiencia monacal, la obediencia, es desde luego un elemento fundamental. En una situación tan calamitosa, debemos especial obediencia al poder civil en su dirección del esfuerzo social hacia el bien común, por más que pueda parecernos que nuestros dirigentes carecen de la sabiduría y buena intención del director espiritual de nuestro monje. Dicho de otro modo, esta obediencia es necesaria para tratar de minimizar los estragos de la pandemia, pero no implica que vayamos a encontrar ni en ese poder, ni en la ciencia que lo asesora, ni en ninguna otra cosa mundana las claves de la situación que estamos viviendo. Se trata pues de un acatamiento consciente, que reconoce la legitimidad de las normas comunes en tanto sean conformes a la ley natural, una “obediencia crítica” muy acorde con el espíritu escolástico, del que podemos extraer varias lecciones:

  1. La racionalidad de lo moral y viceversa. En estos días, más que nunca, lo racional es moral y, más importante aún, lo moral es racional. En una situación así se ve más clara aún una máxima que se cumple siempre, si las personas se comportan moralmente el conjunto de la comunidad sale beneficiado. Esta relación, propia del cristianismo, está en la base del desarrollo de nuestra civilización. Antes de que la Reforma Protestaste acabase imponiendo una contraposición radical entre razón y fe, el pensamiento escolástico había reivindicado lo estrecho de esta relación.
  2. La unidad intrínseca de los valores. Estamos acostumbrados, tanto en el lenguaje político como en las discusiones de la vida cotidiana, a que los valores se empleen a modo de armas para dar más fuerza a los argumentos propios frente a los del contrario. Desde esta perspectiva, estos valores o virtudes parecen contraponerse o al menos señalar hacia direcciones distintas. En la visión escolástica tradicional, no existe tal contraposición de valores, sino una unidad intrínseca de los mismos pues todos ellos nos conducen conjunta e inseparablemente hacia el Bien. Ya en el mundo griego la consideración fraccionaria de lo ético era propia del sofista, preocupado tan solo por la batalla argumental y mundana del momento, y no del filósofo, que intentaba una reflexión honesta sobre el orden del ser y el papel del ser humano en dicho orden.
  3. Más allá del civismo. El civismo es muy necesario en una situación como la que estamos viviendo, pero no es suficiente. El civismo implica respeto a los demás, pero es preciso dar un paso más, en línea con las enseñanzas cristianas, y llegar a amar a los demás. Benedicto XVI aconseja, a la hora de afrontar cualquier asunto, realizar antes el ejercicio de poner a Dios sobre todas las cosas. El reverso de esta moneda no puede sino poner al prójimo a la altura de uno mismo.  El amor, en este sentido, no es un sentimiento voluble que se da y se quita a unos y otros por incomprensibles caprichos del veleidoso corazón, sino un mandamiento, que se debe hacia todos y que es en última instancia el fundamento de una comunidad sana.

En esta hora oscura, debemos acudir a la experiencia de nuestros antepasados, que vivieron también momentos de gran tribulación sin mudanza de su fe y sus fundamentos éticos y espirituales. Tanto el recogimiento de los monasterios como la erudición de la escolástica siguen siendo referencias válidas para el mundo en que vivimos y para el que ha de venir. Si somos capaces de leer nuestro pasado y aprovechar la inmensa sabiduría que contiene,  podremos acometer las difíciles tareas que nos aguardan, soportar los males que han de llegar y reconstruir las relaciones comunitarias sobre unas bases mejores y más sólidas.

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Licenciado en CC. Económicas por la Universidad de Alicante y estudiante del Máster en Humanidades por la Universidad Francisco de Vitoria. Trabaja como economista en la Administración Pública.