Lo bueno, y lo malo, de estudiar la Historia es que solemos relativizarlo todo. O el pasado siempre fue mejor, o en el pasado siempre se estuvo peor. Magistra vitae para olvidar el desastre y la pobreza de los antiguos, o para recordar una fragilidad pretérita que nos unía supuestamente más.
Y esta Historia nos muestra “epidemias sanitarias” que marcaron una época y se llevaron por delante millones de vidas, y de las que se resurgió, avanzando sin mirar a atrás casi siempre. Viejas plagas bíblicas y continuas pandemias casi olvidadas: disenterías y lepras, viruelas y sarampiones, tuberculosis y pestes negras recurrentes. El mundo contemporáneo vivió la “Gripe española” de 1918-1920 (“spanish influenza”, que no surgió paradójicamente en territorio hispano), que agravó la posguerra europea y asoló a nuestro país (que había sido “neutral” durante la Primera Guerra mundial). Y diversas amenazas muy posteriores quedaron desactivadas, más o menos rápidamente, ante grandes avances epidemiológicos, higiénicos, farmacéuticos y asistenciales (de las “Vacas locas” o EEB desde 1986, a la Gripe aviar o H5N1 desde 1997); más allá del destino de remotas partes del mundo que no interesaban demasiado (con malaria, fiebre amarilla, ébola…).
Pero en pleno siglo XXI, cuando nos creíamos inmunes en el mundo occidental (y occcidentalizado) ante enfermedades comunitarias (eso era para países subdesarrollado), al dolor (siempre con pastillas asequibles o con decesos asistidos y planificados) e incluso a la misma muerte (como si fuéramos a vivir para siempre), llegó casi por sorpresa una epidemia nueva, global e impactante. El Coronavirus o “Virus chino” (porque surgió en China y se escapó de China) nos encerró en nuestra casas, contagiaba diariamente a miles de ciudadanos, vació la calles, y echaba las persianas a muchos negocios. Los sistemas sanitarios rozaban el colapso, la economía se hundía, ciertos gobiernos improvisaban y/o mentían, las solidaridades internacionales saltaban por los aires (como en la casi desaparecida burocracia de la UE), y la democracia liberal se ponía de nuevo en entredicho (restricción de movilidad, confinamiento obligado, cierre de fronteras, intervencionismo económico, etc.).
Unos veían un escenario apocalíptico, otros un suceso pasajero, y muy pocos algo que siempre, por desgracia, puede ocurrir; mientras, escenas curiosas se sucedían: ciudadanos que escapaban a segundas residencias en plena alarma nacional; compradores que agotaron existencias de papel higiénico en plena histeria; influencers que nos enseñaban online cómo lavarnos las manos; políticos que se saltaban la cuarentena por considerarse imprescindibles; famosos que mostraban cómo no aburrirnos en nuestros mini-pisos con videos grabados en sus mansiones de miles de metros cuadrados.


Tranquilidad, todo volverá a la normalidad; habrá vacunas y tratamientos, mejoras técnicas y protocolos de actuación, y podremos quejarnos de nuevo de nuestros médicos y enfermeros cuando no nos atiendan como merecemos. Recuperaremos una vida normal, pronto; los políticos seguirán eludiendo sus responsabilidades y los excluidos serán más y más. La normalidad regresará poco a poco; los cantantes de los balcones y los mensajes de solidaridad en las redes, posiblemente, quedarán para campañas publicitarias y recuerdos emotivos, cerrando de nuevo nuestras ventanas para que el vecino no contemple mi sagrada intimidad. Volveremos a ser muy normales; diremos a nuestros seguidores que todo va a cambiar o que hemos cambiado para mejor, pero en cuanto podamos disfrutaremos con ansia esos hábitos que echábamos de menos durante la Cuarentena. Lo normal se impondrá de nuevo; los gatos de mi pueblo que se han enseñoreado de vías y parques en las noches solitarias volverán a sus oscuros refugios, y las alarmas medioambientales pondrán de nuevo en el telediario a los ecologistas de moda. Normales nos veremos como siempre; el hogar que nos acogió, los abuelos a los que volvimos a llamar, los niños con los que compartíamos tiempo o los matrimonios que recuperaban tiempo volverán a ser para muchos una carga molesta para currículos y tendencias vitales.
Queremos salir a la calle cuanto antes, y queremos volver a nuestra vida diaria como sea. No estábamos preparados para la pandemia, no estábamos acostumbrados al encierro. Habíamos podido asumir u olvidar otras “fracturas colectivas” que, en general, no afectaban al ritmo normal de acontecimientos cada vez más individualistas: “pandemias sociales”, de las viejas toxicomanías a las nuevas ludopatías, de la violencia intrafamiliar a la desigualdad injusta; “pandemias ambientales”, con contaminación creciente y reducción de la biodiversidad, con destrucción de ecosistemas y urbanización imparable: y “pandemias morales”, de la destrucción de la Familia a la precarización del Trabajo, del consumismo masivo a la soledad aconsejada.
La Historia relativiza también lo bueno y lo malo de nuestras decisiones. Magistra vitae que nos recordará este hecho civilizatorio, bien como una pesadilla que interrumpió temporalmente nuestra vida de progreso (quedando los lemas y aplausos como simple efecto de un confinamiento agobiante), o como otra señal de que había que volver por fin hacia atrás (con menos viajes, reuniones y compras; con más unión con los amigos, los familiares y los vecinos; con más tiempo para leer o para orar; con más respeto con los que cuidaban de nosotros en hospitales y supermercados).
La decisión sobre el balance quedará en manos de los cronistas elegidos por aquellos a los que elegimos. En 1944 George Orwell escribió una de sus frases míticas: “la Historia la escriben los vencedores”, y acertó; porque en toda crisis, por muy dura que sea o por muy solidaria que se vea, habrá quienes salven la vida o los muebles, quienes saquen partido o lo pierdan todo, quienes puedan cambiar las cosas y quienes se conformen con lo que tienen. Y esos vencedores de la catástrofe dirán en qué consistió la pandemia del Coronavirus, quién fue el responsable, qué lección se sacó de ella, qué consecuencias tuvo, si solo importaba la misma ante otros graves problemas, y qué modelo de desarrollo debe implementarse a partir de su final. El “problema histórico” será, como siempre, determinar relativizar si antes del CoVID-19 se vivía mejor, o si después de él viviremos mejor.

