Judit Comabasosa parece frágil como el último pétalo a punto de desprenderse de la copa de un árbol en otoño. Parece que tirita pero permanece recia. Cuenta sin atisbo de duda o nervio cómo pasó siete meses de su vida en un hospital residencial 24 horas para personas con anorexia en Barcelona. Siete meses sin más contacto con el exterior que unas cuantas visitas de familiares y amigos. Mientras tanto, dentro del centro, el combate con uno mismo sigue su curso.
“He recaído y volveré a recaer. El proceso de recuperación es largo. Pero cada vez estoy mejor. Las recaídas ya no son como antes. Sólo quiero decir a los familiares de las chicas internas que yo soy una más. De aquí se sale”. El testimonio de Judit me conmovió. Y conmovió a una sala entera llena de médicos y familiares de pacientes que la ovacionó con un sonoro aplauso. Todo el mundo merece una ovación al menos una vez en la vida, sobre todo las buenas personas.
Me di cuenta de que estaba siendo testigo de un bello momento de dignidad, de exultante humanidad. Hay veces en las que uno la contempla como mero espectador y otras en las que se es el protagonista (tal vez estas últimas en menor frecuencia). Son esos momentos que el destino nos pone en bandeja de plata. Si aprovechas la ocasión, dejas un bonito recuerdo.
Curiosamente, una película de Billy Wilder que tiene mucho que ver con esto se tradujo en España como ‘En bandeja de plata’, aunque su título original era The Fortune Cookie. Wilder llegó a Estados Unidos como refugiado, huyendo de los nazis, sin dinero y chapurreando cuatro palabras en inglés, y se convirtió en un inmortal del séptimo arte. El sueño americano en carne y hueso.
Esta película, estrenada en 1966, cuenta con un guion escrito a dos manos por el propio austriaco y I.A.L. Diamond. Cuenta la historia de Harry Hinkle (interpretado por un excelso Jack Lemmon), un fotógrafo que es lesionado por la estrella del equipo de fútbol americano de Detroit, Boom Boom Jackson. Su maquiavélico cuñado, el abogado Willie Gingrich (soberbio Walter Mathau), le embaucará para que finja una lesión muy superior y poder así cobrar un pastizal del seguro.
Gingrich juega con aquello que Hinkle más anhela, el amor de su ex mujer, una bella rubia que lo abandonó hace tiempo, dejándolo demasiado vacío y triste. Una vez más, el cine de Wilder se proyecta agridulce. Nos hace reír, pero también sentir lástima por un animal en ocasiones tan execrable como el ser humano.
Entonces, cuando se acerca el final de la película, se percibe un momento de dignidad que nos recuerda lo que realmente importa. Hinkle no podrá disfrutar del amor de su vida, ni tampoco de una cantidad ingente de dinero, pero habrá saboreado el bienestar impagable de una conciencia tranquila y un corazón aliviado de cargas. Cruzarse con un Harry Hinkle en la gran pantalla o con una Judit Comabasosa en la vida real le hace a uno reflexionar sobre si tienen importancia las cosas a las que solemos darles importancia.
A veces nadie está mirando cuando nos comportamos con dignidad, o no volvemos a ver nunca a la persona que disfruta de nuestro acierto. Ramón J. Sender cuenta en un relato titulado Mary-Lou que en Estados Unidos solía frecuentar un parque en el que se hizo amigo de una pequeña de dicho nombre. Era una niña que vestía con andrajos y llevaba en un carrito a su hermana bebé. Sender siempre le compraba helado y le daba conversación. Con la llegada del verano, el escritor tenía que marchar. Sabía que no volvería a ver a Mary-Lou. Pagó por adelantado al heladero para que cada día diese uno a la niña. Se fue y nunca supo que pasó con la pequeña chica andrajosa. Pero marchó tranquilo.
No importa que no seamos ricos, ni que nuestros profundos deseos no se hagan realidad. Todo eso es efímero. Cada momento se presenta una oportunidad de ser digno y hay que aprovecharla. Como escuché una vez decir a un cura, tenemos el corazón demasiado lleno de trastos viejos repletos de polvo.