De la eucatástrofe de Belén: Navidad y novedad en la sociedad neopagana

En Asuntos sociales/Religión por

Unos días antes de la cena de Nochebuena hablaba con mi padre sobre las diferencias que existen entre la Navidad que celebramos hoy y la que se celebraba tiempo atrás en este país. “Celebramos la navidad de los yanquis”, me decía, y es cierto. Los símbolos que en Europa nos recordaban el acontecimiento originario de la fe cristiana, han ido cediendo lentamente ante los nuevos idolillos del mercado. Así, ahora se celebran las “fiestas”, un tiempo de “magia, amistad y armonía”, escuchamos a Frank Sinatra y a María Carey, nos acostamos viendo películas románticas y nos trae regalos el bonachón patrocinador de Coca-Cola.

Es evidente que los tiempos han cambiado. Y las fechas que conmemoramos dan testimonio de ello. La Navidad se ha paganizado. La sociedad ha acogido como importantes las fechas que lo son para el cristianismo, pero solo en el calendario. En el día a día, el relato que predomina no es el de los Evangelios, sino una mezcolanza de rituales, cantos y celebraciones sociales que no distan demasiado de las de los primeros siglos de nuestra historia en el seno del Imperio romano. Celebramos las fiestas, sí, pero las cosas no cambiarían mucho si en la cena de la empresa, en lugar de felicitarnos la navidad, nos felicitáramos el solsticio del invierno.

Constatar una situación así puede que nos produzca un cierto vértigo a los que nos decimos cristianos, y que pretendemos seguir celebrando el nacimiento de Cristo en estos días. Puede también que nos sobrevenga una especie de morriña, la de los tiempos pasados que, como ya se sabe, siempre fueron mejores. Incluso es posible que, dentro de nuestros ambientes, que todavía conservan trazas de una cultura de fe, se haya ido cediendo al modo predominante de entender lo navideño. El de los elfos y trineos voladores llevados por renos narigudos.

Es verdad que este año hemos sido testigos de algunas reacciones a este proceso de descristianización. Nos hemos cansado de leer que nuestro nacimiento no ha cambiado el rumbo de la historia -lo cual puede ser matizable-, y nos hemos alegrado de que un Jesús hípster nos recuerde que la historia es de los rebeldes. Son campañas vistosas, es cierto, e incluso puede que a más de uno le hayan dado qué pensar. Pero por su misma esencia, la de ser reacción a otra cosa, no tendrán demasiada influencia a largo plazo, y cuesta pensar que se pueda revertir la invasión del capitalismo a base de campañas de marketing.

En realidad, la vida en un mundo neopagano no deja de ser una ventaja para la evangelización. La ventaja que desvela su mismo nombre. El neo. Si queremos testimoniar al mundo de hoy la novedad que supone la encarnación del Logos eterno, podemos volver la vista atrás para redescubrir cómo nuestros antecesores en la fe pudieron hacer ver a toda una sociedad que había ocurrido en la historia algo a lo que incluso apuntaban las Saturnalias.

Celebrar los mitos y relatos

El hombre es relato. No es un mero objeto inerte que ve correr el tiempo delante de sí sin inmutarse, sino que entiende su mismo tiempo como historia. Se reconoce, si se lo permiten, parte de una tradición de otros que, como él, han recorrido el camino de la vida, influyéndole siglos después sin estar presentes físicamente. El tiempo del hombre es historia, y la historia se narra.

Existe además en la mentalidad de las sociedades una especie de capacidad de captar lo trascendente presente en las cosas del día a día. Los antiguos pobladores del planeta se admiraban ante el correr de las aguas en los ríos, suponían que una belleza tal debía de estar siendo dada por alguien, y volcaban sus esfuerzos en imaginar al dios del río. No es una mera ignorancia científica lo que lleva al surgimiento de los mitos y leyendas, sino un conocimiento inconsciente del valor de las cosas que existen, y una reverencia pasmosa ante la imaginación, que permite acceder a un mundo sub-creado a lo largo de los siglos por otros, y que renueva el asombro ante todo lo que ocurre, y el deseo de participar de la labor generadora de los dioses.

Las líneas del tiempo

El proceso de surgimiento de los mitos, leyendas y demás es este: el ser humano, cautivado por la grandeza de lo que descubre, lo entiende como dado, creado, por otro; así se pone su humanidad en movimiento, en busca de lo que hace nacer mares, elevarse montañas y abajarse valles, y penetra en el mundo de Fantasía, también creado, pero esta vez por otros semejantes, con una profundidad ontológica similar al cotidiano, del que es complicado negar la realidad por el simple hecho de que no se manifieste del mismo modo que las cosas contingentes. Consciente de su grandeza, por su capacidad creadora, el hombre se vuelve de nuevo, asombrado, hacia sí mismo, y custodia como un tesoro el relato al que ha accedido, transmitiéndolo de generación en generación. Y así el mundo que ha descubierto crece con el paso de los siglos con la aportación sincera de los que se deciden a inspeccionarlo, y va floreciendo en forma de un rico universo lleno de colores y matices.

Así pues, a lo largo de la historia, conviven dos tiempos, el contingente, del día a día, en el que parece que no puede suceder nada nuevo y el inmemorial, rico, abierto, donde todo lo que el hombre quiere puede cumplirse, donde todo se conserva y se ensalza. Son dos rectas paralelas, que siendo imposible que se crucen, despiertan un deseo profundo en el que las observa honradamente.

El hechizo se rompe: un portazo al país de las hadas

Mentiría todo aquél que dijese que no le fue difícil aceptar la explicación de sus padres en torno a los magos de oriente y su labor la víspera de la epifanía cuando llegó a la edad oportuna. Parece incluso complicado no caer en el cinismo con el paso de los años, ceder al pragmatismo moderno y olvidar la posibilidad de que ocurra algo verdaderamente nuevo en el tiempo del día a día.

Parece que hay algo verdadero en la persona de Ulises, algo que habla más de mí que una fría descripción cientificista, y sin embargo parece imposible pensar que lo divino pueda intervenir en mi vida con la misma viveza que leo en sus leyendas. Cuánto desearía saludar a Melchor, Gaspar y Baltasar, para agradecerles cómo han pensado en mí durante estos años, y sin embargo todo me dice que debo resignarme al hecho de que algo así, una intervención tan directa de lo trascendente, no sucederá jamás de ninguna de las maneras. Incluso la maraña navideña de símbolos modernos tiene cierto atractivo -por eso ha triunfado entre nosotros- y, al fin y al cabo, ¿Quién no querría conocer a papá Noel?

Eucatástrofe: la novedad irrumpe en el mundo ordinario

La primera vez que leí sobre la eucatástrofe fue de la mano de Tolkien, en su ensayo sobre los cuentos de Hadas. En realidad, creo que es un término interesante que puede valer para explicar la importancia de lo que celebramos, y explicitar su novedad incluso entre los que creemos haberlo agotado. Y es que la Navidad se paganiza precisamente por esto, porque deja de ser nueva.

En contraposición a la catástrofe de los grandes clásicos, que insiste en la incapacidad del hombre para escapar a su propio destino funesto, que vemos hoy traducida en la abnegación y la resignación cínicas de la sociedad que pierde lentamente la esperanza, la eucatástrofe nos habla del movimiento contrario.

Puede que la experiencia cotidiana nos diga que todo está abocado a la muerte, pero existe una experiencia más real, más fundante, que testimonia que todo está llamado a la vida para siempre, a la plenitud. Y esta experiencia es la Navidad. La Natividad es la eucatástrofe de la vida del hombre, porque es, en sí misma, el cumplimiento de los deseos de su corazón. No es necesario resignarse al devenir vacío del tiempo, es posible afirmar que los segundos están llenos de una novedad eterna, porque el Eterno se ha hecho temporal.

Así, un imprevisto ha hecho coincidir las líneas paralelas de la historia. El mismo suceso, promesa de eterna novedad, es un relato, pero uno en el que se funden verdaderamente lo contingente y lo eterno, lo particular y lo universal. Todo lo que a lo largo de los siglos el hombre ha podido imaginar, se ha visto superado con creces en un punto de la historia que pretende consolidarse como su mismo centro.

El problema de la paganización de la Navidad tiene una raíz: que el cristiano se ha olvidado de que lo que celebra es real. Si la Natividad fuera un relato entre otros, no habría problema alguno al cambiarlo. Pero es el relato del que beben todos los demás, que hace brillar la verdad de todo lo que el hombre pueda imaginar, llamándole y prometiéndole la plenitud de todas las cosas.

Por eso la evangelización de hoy, la vuelta a la Navidad, consiste en hacer ver a nuestros contemporáneos que, también los mitos de nuestro occidente capitalista están llamados a la plenitud. Que no hay por qué resignarse a las conversaciones de cuñados entre gambas y champán. Que es verdad que el corazón del hombre está hecho para recibir regalos como un niño la mañana de Reyes, y que la más cursi de las películas navideñas hablan de un deseo que no está hecho para caer en saco roto. La navidad habla de que todo lo humano es divino, porque lo divino es todo humano.

Año tras año la Navidad nos recuerda que Dios mira todas las cosas como un niño. El problema, como dice Chesterton, es que nosotros nos hemos hecho más viejos que nuestro propio Padre. Dejemos que estos días, la celebración de la Navidad nos devuelva la humanidad asombrada e inocente del niño de Belén, y veremos cómo este mismo asombro crece entre los nuestros. Feliz Navidad.