De diarios, cartas y reflexiones

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Y es que… ya no quiero vivir sin ti… no… ya no quiero vivir sin ti… tú, como sí puedes vivir sin mí… debes vivir sin mí… […]. Mi amor es infinito… la muerte es… infinita… el mar… es infinito… la soledad infinita… yo con ellos… ¡contigo!… Mañana tú ya sabes… yo… con lo infinito… lunes, noche […]. Pero en la muerte, ya nada me separa de ti… solo la muerte… … solo la muerte, sola… y, es ya… vida tanto más cerca así… muerte… cómo te quiero.

Estas duras y reflexivas palabras impregnaron de tinta la última página que escribió la escultora Marga Gil Roësset en su diario, el 28 de julio de 1932, dedicadas al escritor Juan Ramón Jiménez. No es ésta la primera vez que expreso mi afición y amor por las cartas, aunque quizá sí sea la primera en la que lo manifiesto por escrito en un artículo. Mi natural inclinación hacia lo pasado, lo nostálgico, lo ya olvidado, lo antiguo a veces así tildado; se une al indiscutible valor que poseen las cartas, no solamente por encontrarse en grave peligro de extinción, sino por su original y especial carácter revelador.

Las cartas, entre sus diversas virtudes, poseen la exclusividad de estar escritas, en la mayoría de los casos, para un único y concreto destinatario. Esto significa que el mensaje que se encuentra entre sus líneas no debería ser leído por nadie más que por el elegido por su corresponsal. Muchos personajes famosos de nuestra Historia, ya sean del ámbito artístico como del literario, social o político, han mantenido correspondencia con familiares, amigos o incluso enemigos. En muchos casos los mensajes que en sus cartas se mandaban eran personales, mensajes que seguramente no agradarían ser leídos públicamente.

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Nunca sabremos si la joven Marga hubiera aceptado de buen grado la decisión de la Fundación José Manuel Lara de publicar, por primera vez, su diario personal, en el que relataba su desdichada pasión amorosa por un hombre inalcanzable para ella: Juan Ramón Jiménez. Hace una semana la sección cultural de muchos periódicos nacionales estuvo protagonizada por esta noticia, en la que todos sus elementos son dignos de una novela: un diario secreto que fue desvelado, un matrimonio, una joven artista, un amor imposible y un final trágico.

No negaré que mis ojos volaron con rapidez del titular a las fotografías y de ellas al texto, devorándolo con la curiosidad propia de todo ser humano y de quien, como yo, siente aún más interés por las vidas de aquellos que son recordados hoy por sus obras. La relación entre el escritor y la escultora, amistosa por parte de él y secretamente amorosa por parte de ella, probablemente hubiera pasado desapercibida si el punto y final de su historia no la hubiera escrito una letal pistola. El descubrimiento del diario personal de Marga Gil y la existencia de varias cartas acentúan el interés por este episodio de la vida de Juan Ramón Jiménez, más conocido hoy en día que ella.

Siendo yo misma, como he comentado, la primera a la que la noticia de la publicación de un diario o de unas cartas escritas por artistas o literatos me entusiasma enormemente, la breve, triste y romántica (más en el sentido artístico del término que en el popularmente utilizado) historia de Marga me ha hecho reflexionar acerca de la alegre difusión de los textos privados, concretamente de los que pertenecieron a esos nombres que envolvemos bajo el ambiguo y apasionante término de artistas.

¿Nos gustaría que nuestros correos electrónicos, mensajes privados de Facebook y WhatsApps fueran en un futuro publicados?

¿Nos gustaría que nuestros correos electrónicos, mensajes privados de Facebook y WhatsApps fueran en un futuro publicados? ¿Que la información que compartimos con una o varias personas escogidas por nosotros fuera compartida por muchísimas más? Fuéramos o no personas famosas, ¿dónde situar la frontera entre lo interesante y relevante para la Historia del Arte, por ejemplo, y lo interesante y relevante para la Historia del Arte siempre que el protagonista así lo desee? Es difícil señalar esa frontera, como siempre que buscamos el equilibrio entre dos pesos, especialmente cuando ese protagonista lleva décadas muerto. Ése parece el límite establecido, que pasen unos determinados años como para que ya no importe lo que pensara o sintiera esa persona, para que sólo cuente lo que hizo y no el cómo ni el por qué.

Me avergüenza reconocer mi hipocresía, pues poseo algunos volúmenes en los que se recogen cartas de personajes ilustres, muchas de ellas privadas. Reconozco que me fascina descubrir e intentar conocer un poco más y mejor a la persona que está detrás del Guernica, o de La joven de la perla, o de Las flores del mal… Descubrir cómo eran, pues cómo pintaban o qué escribieron ya ha sido analizado y testimoniado por todos. Descubrir qué sentía y vivía la mente que ordenaba hacer maravillas a las manos. Sin embargo, ¿hacemos lo correcto, lo moralmente correcto, al desear llegar siempre tan lejos? ¿Lo privado debe dejar de serlo por el hecho de que su dueño se haya convertido en un personaje público? ¿Qué es realmente lo público; sus obras o su persona?

El problema, y quizás también la magia, de todas las preguntas que rozan o rodean la filosofía, es que rara vez poseen una respuesta concreta y conforme. Reconociéndome pecadora del crimen sobre el que he escrito y dejando en torno a él una puerta abierta para pensar y debatir, tecleo el punto y final a este artículo, sin duda no tan trágico que el que escrito por Marga, aunque espero que por ello no mucho menos interesante. Y, a continuación, haré algo que no debiera publicar, pero que seguro comparto con algún que otro lector: buscar información, pues la curiosidad de nuevo ha vencido. Porque, a todo esto, ¿quién fue Marga Gil Roësset?

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Me muevo por la belleza –siempre brújula, refugio y salvavidas– desde la sensibilidad, la soledad y una inseparable sensación de extemporaneidad.