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Crónicas de un mundo tierno (II): El triunfo del sentimiento

En Asuntos sociales/Mujer y género por

Tal vez Sherlock Holmes habría atado cabos sin necesidad de conocer toda la historia. A mí, en cambio, me llevó algo más de tiempo, el tiempo que tardé en acabar de leer uno de los tantos artículos publicados sobre el tema. La sorprendente historia de Trystan Reese, “el papá embarazado de su marido Biff”, puede resultar algo confusa para personas anticuadas, sobre todo si comienzan por el final, como fue mi caso.

Una foto de una pareja formada por dos hombres, uno de los cuales tiene una llamativa protuberancia en el vientre: espera un hijo. ¿Un milagro del amor? El amor de los padres engendra a los hijos, diga lo que diga la biología. Parece que la tesis del Gnosticismo, “somos espíritus puros”, (Trystan Reese lleva orgulloso la palabra “Gnosis” tatuada en su barriga aumentada) se cumple en este caso. Según la misma, en efecto, uno decide absolutamente lo que es, está llamado a liberarse de cualquier determinación física, de una materia que amenaza con limitar nuestra omnipotente libertad. Al ver la fotografía pensé: “la cochina materia ha sido por fin derrotada”. Pero mientras me se caían las lágrimas, profundamente emocionado por este hito humano, llegué al final de la historia y me embargó cierta decepción. Lo que parecía una historia única, en realidad resultó más vieja que Matusalén.

Trystan nació con cuerpo de mujer pero sintiéndose hombre decidió iniciar un tratamiento para parir bigote, cosa que logró con éxito. Biff, un joven gay se enamoró del incipiente varón y aún cuando los órganos reproductores de Trystan fueran distintos a la vista que los suyos, eso no fue un obstáculo para el amor. Como tampoco es un obstáculo para Biff asumir él el rol de madre, aunque quien lleve en su vientre al niño sea Trystan, porque como bien dice Biff: “las madres vienen en diferentes formas, tamaños y me atrevería decir… géneros”.

Algún escéptico podría preguntarse si toda esta extraña situación (varón + mujer = hijo) no sea en el fondo un montaje heterosexual para intentar justificar el patriarcado. O tal vez un modo astuto de justificar el sueldo de Trystan que trabaja como “justiciero social profesional” como nos confiesa en su web (pues si fuera sólo una mujer embarazada de un varón con quien está desposada, perdería seguramente sus credenciales).

Yo dejaré que cada uno saque sus conclusiones siempre y cuando éstas se decidan a partir de un sincero sentimiento. Porque he aquí el tema que me gustaría abordar en esta crónica tierna que os traigo hoy. El triunfo del sentimiento.

Los reaccionarios como yo solemos sospechar mucho de los sentimientos como criterio último para componer el sentido del mundo. Tal vez porque no asistimos a las clases de Foucault o Derrida, ni manejamos el arte de la deconstrucción. O tal vez simplemente porque hemos comprobado tristemente la impotencia de nuestros sentimientos para modificar la materia o construir puentes. Pero no saltemos a las conclusiones así como así, retrocedamos un poco hacia el origen de nuestra perplejidad.

¿Cómo llegó el sentimiento a erigirse en Diputado de la vida política mundial, juez impoluto de la correcta visión del mundo? Me atrevería a decir que lo profetizó en su momento Iván Karamazov cuando dijo aquello de “sin Dios todo está permitido” y lo intensificó Heidegger cuando nos puso frente a la angustia de la muerte, la última posibilidad que cierra todas nuestras posibilidades, escupiéndonos nuestra nada, nuestra radical finitud. El loco de Nietzsche anunció las consecuencias de la absoluta inmanencia, del rechazo último a cualquier trascendencia: la muerte del logos y de nuestra gramática. Si la muerte es, la vida no es.

Todas las opciones son válidas cuando no hay nada a lo que atenerse o ajustarse y, por otro lado, si nuestra historia y todas las historias están abocadas a desaparecer absolutamente en una, dos, tres generaciones o cuando el sol diga basta, ¿para qué contarlas? Ante tamaño absurdo, el sentimiento nos rescata porque él es el rey del momento. Vivir el momento es sentir. Sentir es la única cosa que podemos hacer en la hoguera de las trivialidades que es este mundo. Y si uno esperaba otra cosa, allá él, pobre iluso. Que se meta en alguna religión que lo engañe y lo consuele.

Bueno, si esta fuera la incuestionable verdad, la palabra definitiva, creo que varios a esta altura del partido nos hubiéramos volado ya la tapa de los sesos. No se explicaría por qué las personas dedican tanto tiempo a discutir entre sí las ideas que tienen del mundo, ideas que pueden llevarles a algunos, como a Trystan Reese, a ponerse el traje de “justiciero social”, con el deseo de cambiar el mundo por uno más justo pues, ¿qué es justo o injusto en un horizonte de absoluta trivialidad? Y por otro lado, habría que explicar también esa misteriosa capacidad de respuesta que tiene la realidad toda cuando se le formulan las preguntas adecuadas, capacidad que ha hecho posible que exista por ejemplo, la ingeniería, o que las casas no se vengan abajo si están bien construidas.

Vivimos vidas dando por supuesto demasiadas cosas, tal vez sin pensarlo mucho. Creo que si rascamos con fuerza en el sentido del mundo que sustenta nuestra vida y nos hace despertarnos cada día con ilusión, llegaremos a la conclusión de que el sentimiento, por mucho que lo sintamos, debe dar un paso atrás y dejar que algo más ocupe su lugar como principio de acción o mapa de sentido: tal vez el antiguo y zarandeado vértice, muy dificultoso, no lo vamos a negar, de verdad, bien y belleza.

Es curioso que incluso el mismo sentimiento parece no querer erigirse como juez de la vida si tenemos en cuenta que es más humilde que nosotros y confiesa su pobreza: nace siempre como respuesta a algo y no brota mágicamente desde el fondo absolutamente libre (y vacío) del yo. Pero bueno, para no alargarme me despido cordialmente y si mis ideas han ofendido sus sentimientos, se lo digo sinceramente: me importa muy poco.

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Nací en una cloaca de convento del Siglo XVI. Así como el nauseabundo pescado despertó un olfato hiper-sensibilizado en Jean-Baptiste Grenouille, la relajación en la vivencia de la Regla de aquellos monjes despertó en mí una brutal intolerancia por las variadas formas del alma moderna. Reaccionario implacable, soy seguidor del cardenal Cayetano y Donoso Cortés. Me enloquecen las salchipapas, símbolo del imperio Español, y me pierde mi devoción por Mourinho.

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