Durante los últimos meses se ha iniciado un interesante diálogo en medios de comunicación acerca de la presencia cristiana en la sociedad. ¿Dónde están los cristianos?, se preguntaba Diego S. Garrocho en el diario El Mundo. El artículo recibió numerosas réplicas, entre ellas las del filósofo Miguel Ángel Quintana en El Subjetivo, José María Torralba en El Español, Miguel Brugarolas en El Independiente y otras muchas publicaciones. La llamada de atención de Garrocho ponía de relieve la aparente incomparecencia de actores específicamente cristianos en la llamada «batalla cultural». Aquellos que, se supone, representan la fe sobre la que se construyeron Europa y la civilización occidental, ¿qué tienen que decir hoy? ¿Dónde están escondidos? Es más: ¿por qué están escondidos?
Un primer acercamiento a la cuestión tiene que ver con el uso que la Iglesia española hace de sus «recursos» educativos (universidades y colegios) y mediáticos, que brilla por su poca «efectividad». Es evidente que, desde un punto de vista mundano, pocas instituciones disponen del poder que tiene la Iglesia para dar forma a la sociedad a través de su extensa red de centros educativos, solo superada por la red de colegios públicos, en los que también hay profesores de religión católica. Si a ello le sumamos un número considerable de universidades y medios de comunicación, el poder se multiplica. Y es evidente también que, visto el resultado de la educación católica en España, dicho poder está siendo tirado a la basura.
Sin embargo, quizás una de las llamadas de atención más interesantes es la que hace Quintana Paz en su artículo, en el que, desde la distancia, llama la atención sobre la «filosofía cristiana» que se está perdiendo el debate público. ¿Por qué el pensamiento de autores contemporáneos como Ratzinger, Brague o Girard no empapa el debate público?, se pregunta el filósofo. O, más aún, «¿por qué no están presentes en la discusión el vigor filosófico del Evangelio de Juan, el mérito sapiencial del Eclesiastés o la revolución moral de las epístolas de San Pablo?» En su lugar, vemos una Iglesia que a menudo se presenta ante la sociedad con categorías que «el mundo pueda entender», por ejemplo, como un club filantrópico. Y vemos también unos cristianos que participan de los debates de su tiempo en calidad de «otra cosa que cristianos».
Ante esta cuestión cabe hacer dos diagnósticos que, juntos, explican la aparente falta de vigor del Evangelio para iluminar el mundo de hoy.
El primero tiene que ver con el olvido de la naturaleza eucarística de la Iglesia, de la que emana su «política», en una línea de pensamiento que reivindica en nuestros días el católico W.T. Cavanaugh. El segundo se refiere a lo que el anglicano John Milbank describe como el imperio de la «razón secular».
En este artículo pretendemos dar cuenta de estas dos respuestas y abordar, a modo de conclusión, una difícil cuestión: ¿qué papel tienen los cristianos, más allá de los muros de sus parroquias y de las puertas de sus hogares, en el «mundo moderno»?
1. La Iglesia como cuerpo «político»: los bautizados y su presencia eucarística
Decíamos en la introducción que de la naturaleza eucarística de la Iglesia emana su «política». Del hecho de que la Eucaristía es cuerpo de Cristo y es, a la vez, sociedad (cuerpo místico expresado en la comunión de la Iglesia), se deriva naturalmente que la Iglesia tiene su propia política.
No me refiero a las luchas de poder dentro de la Iglesia. Y no me refiero tampoco, es importante decirlo, a la idea de que la existencia de la Iglesia conlleva un determinado proyecto político (un tipo de régimen, una ideología, una serie de objetivos que hacer extensivos al resto de la sociedad). Ni siquiera me refiero a propuestas del estilo de La opción benedictina, que propugnen algo parecido a la formación de guetos que pongan a salvo la fe y las costumbres cristianas de la corrupción del mundo. Como decía Chema Medina en estas páginas hace muy poco, «Dios esconde su rostro de los anacoretas que Él no ha llamado».
Hablo, simple y llanamente, del hecho de que todos los bautizados tenemos por razón de nuestro bautismo como primera y única patria el Cielo. Podríamos quedarnos en la tentación de pensar que esto no es más que una promesa, aunque confiemos en que se cumplirá el último día. Podríamos pensar que, mientras ese día no llegue, debemos vivir como podamos poniendo entre paréntesis eso de que los cristianos «están en el mundo sin ser del mundo» (Juan 17,14-15). Como si fuese algo que es cierto pero no es para ahora.
Por eso es fundamental tener en cuenta el hecho de que, en virtud de la participación de los cristianos en la Eucaristía, nuestro bautismo no es solo una promesa de futuro, sino presencia real de Jesucristo en el mundo. Al consumir el cuerpo de Cristo, no solo lo acogemos en nosotros, sino que, primeramente, somos acogidos en Él e incorporados a Él. Nuestros cuerpos, nuestro trabajo, nuestros esfuerzos y descansos, incluso nuestro pecado, son asumidos por Cristo en su propio cuerpo, que los redime y, como la vid a los sarmientos, los hace fructificar. Quiere decir también que la expresión según la cuál la Iglesia es «cuerpo místico de Cristo» significa de forma muy real que los cristianos son una «sociedad». Son ciudadanos de una ciudad-sociedad de Dios en medio de la ciudad-sociedad de los hombres. De ahí que despierten recelos por parte de otras «patrias» terrenas que, a lo largo de la historia, han visto en los cristianos a unos «extranjeros voluntarios». Hombres y mujeres que viven bajo unas leyes y se someten a ellas, sí, pero que se rigen en todo según una Ley distinta. Prejuicios como este son y deben ser del todo reales, aunque lo sean bajo el sentido de la Carta a Diogneto, que explica el «sospechoso» modo de vida de los primeros cristianos en las sociedades paganas.
Imaginación teo-política
Si nos cuesta entender el significado de todo esto y sus implicaciones en relación a nuestra presencia como cristianos en la sociedad es por lo que W.T. Cavanaugh denomina como olvido de la «imaginación teo-política».
Toda sociedad existe como tal en la medida en que quienes forman parte de ella asumen su existencia o, dicho de otro modo, participan de ella «imaginándola». Elementos tales como las fronteras, la autoridad de un soberano, la legitimidad de un cuerpo legislativo, la idea de un destino común como pueblo u otros términos connaturales a la existencia de una comunidad política, tienen existencia real solo en la medida en que su «imaginación» sigue vigente y es compartida por dicha comunidad. Así, un elemento imaginario (y con imaginario no me refiero a irreal, sino a que su existencia es fundamentalmente intelectual) tiene efectos reales sobre la praxis de las personas. Por explicarlo de otro modo: en la medida en que un número suficiente de personas comparte la imaginación de un orden político, este adquiere la fuerza suficiente para ordenar el espacio y el tiempo, para convertirse en prácticas reales y concretas. Tan concretas como el Cuerpo Nacional de Policía, el Congreso de los Diputados, el acto de ir a votar o el miedo de quien viola la ley de acabar entre rejas.
Lejos de proponer que la Iglesia se conforme como sociedad análogamente a como lo hace el Estado (con una ley, unas fronteras o una policía) lo que propone Cavanaugh es lo contrario: que todos estos actos de la imaginación política son prácticas que la política secular moderna ha tomado del ámbito de la teología, expulsando a la Iglesia de la historia (cf. Imaginación Teopolítica o El mito de la violencia religiosa). En su lugar, su propuesta a los cristianos es poner entre paréntesis esas formas de la imaginación política para «reimaginarlas» participando en ellas desde una fuente de imaginación teo-política distinta: la Eucaristía. En su libro, desarrolla esta idea mostrando de qué forma los conceptos de estado, sociedad civil y globalización son insuficientes para enmarcar la presencia de la Iglesia en el mundo y, en este sentido, de qué forma suponen un límite mental a la participación de los cristianos en sociedad.
Desde esta propuesta, carece de sentido que un cristiano entienda que su vocación en la vida pública tiene que ver con defender una idea de España (o de Cataluña) o una ideología (llámese conservadora, liberal o socialista). No hemos venido a jugar, sino a cambiar el juego. La primera vocación del cristiano en este mundo tiene que ver con permanecer unido a la vid, es decir, integrarse en el cuerpo de Cristo que es la Iglesia, y ser presencia suya en este mundo, dejando que sea Él quien «haga nuevas todas las cosas» (Ap. 21,5). Esto delimita dos espacios ineludibles de la acción del católico en la sociedad: la participación en la liturgia y los sacramentos y la participación en la vida de la sociedad. Solo así puede producirse la transfiguración del mundo, permitiendo que la presencia cristiana en la sociedad «transparente» la acción de Dios en el orden temporal.
La paradoja del cristiano en el mundo
El llamado de Cristo a «desarraigarse» del orden temporal puede generar en el cristiano una tristeza comprensible y, sin embargo, equivocada. El mensaje parece duro y tajante: «El que ha puesto la mano en el arado y mira hacia atrás, no sirve para el Reino de Dios» (Lc. 9,62). Al fin y al cabo, la propia nación, la tradición y la historia, el orden legal y político que permite la coexistencia pacífica… ¿no son cosas buenas y dadas por Dios en una medida u otra? ¿Es preciso dejarlo todo?
Sin ánimo de matizar ni lo más mínimo el mensaje evangélico, quisiera mostrar la paradoja que el mandato de Cristo, asumido con total radicalidad, provoca en aquellos que con más fidelidad se han abandonado en Él. Los santos son quienes más de Cristo y menos del mundo son, y sin embargo son también quienes aman el mundo como nadie. Solo los santos son capaces de amar en el mundoincluso lo que a ojos de este es miserable o sin importancia. El ejemplo de Santa Teresa de Calcuta debería bastar para ilustrar suficientemente lo que quiero decir: que la lógica del mandamiento del amor no es la yuxtaposición de dos amores, el amor a Dios y el amor a los hombres, sino un único y mismo movimiento… Que solo somos capaces de amar, orar y de comprometernos si, en lugar de amar como lo hace el mundo, dejamos que sea Cristo quien ame en nosotros.
Así, se produce la paradoja de que el cristiano solo es capaz de amar el mundo como debe si lo rechaza, y de que la sociedad solo puede beneficiarse de su presencia, si éste vive en ella como un extranjero. Del desarraigo de los cristianos en el mundo y su arraigo en el cuerpo de Cristo dependen tanto el impulso que necesitan para participar de él con toda la fuerza de la presencia de Cristo vivo, como la posibilidad de la reformar las formas contingentes del mundo. Si hablo de la posibilidad de la reforma, es porque el cristiano está llamado a vivir siempre «de un modo nuevo», en la medida en que no vive anclado en la imaginación política temporal, sino que está enraizado en la persona de Cristo.
Solo desde esta paradoja se puede acoger el misterio del mártir, que es el santo que en medio del mundo y desde su amor a él testifica con su sufrimiento e incluso su muerte que la fuente de la vida está más allá del mundo. Si solo nos quedamos con el amor al mundo o solo con el amor a Dios, el mártir es, en el primero de los casos, un tonto que se deja arrebatar aquello que tanto ama, y en el segundo,un sociópata al que la sociedad hará bien en quitar de en medio.
El abandono del mundo por parte del cristiano para arraigarse en el Reino de Dios (que «no es de este mundo» Jn. 18,36) es el gran regalo del cristiano al mundo, pues supone la irrupción de la presencia redentora de Cristo en el espacio y el tiempo presentes. Es por esto por lo que la Iglesia se refiere a los cristianos como la «comunidad de los santos», no por su perfección moral sino por lapresencia divina que encarnan.
2. La razón secular
El segundo de los problemas que sufren los cristianos a la hora de participar en sociedad, como decíamos en la introducción, tiene que ver con lo que John Milbank denomina como la «razón secular». De ella se deriva el hecho de que, a la hora de pensarse en sociedad, el cristiano a menudo disponga únicamente de categorías del todo extrañas a la fe. El cristiano se creerá llamado a presentarse como conservador, liberal o progresista, según los valores a los que sea más receptivo. Incluso podrá hacer esfuerzos por justificar desde su propia fe estas posiciones, pero, al hacerlo, se estará confinando a sí mismo en un espacio ideológico en el que no entra la luz de la Revelación.
En Teología y Teoría Social: más allá de la razón secular, Milbank desgrana la génesis de esa forma secularizada de concebir la razón que es tan propia de la Modernidad. Una concepción que tiene como fundamento teológico la convicción de una separación insalvable entre el dominio de la razón y el de la fe, entre el de la naturaleza (creada de una vez para siempre y autónoma) y el de la gracia (tal vez real, pero operativa solo en el más allá). Esta forma de concebir la razón ha llegado, sobre todo en el siglo XX, a afectar incluso a la Teología, que se ha visto abocada en algunos casos a la autojustificación en categorías más propias de la filosofía natural o incluso de la teoría social, en buena medida incapaces de dar cuenta del hecho religioso.
Más allá del extenso trabajo de Milbank, en cuyos pormenores no podemos entrar aquí, el efecto desastroso que esta razón secularizada ha tenido sobre la inteligencia de los cristianos ha sido el de encadenar la idea de la salvación a las categorías del mundo. Dicho de otro modo: ha implantado en la mente del cristiano (y de los herederos no reconocidos del Cristianismo) la convicción de que la historia-redención deriva única y exclusivamente de la competición de las fuerzas terrenas. Así, la separación de lo natural y lo sobrenatural, lejos de apartar el elemento religioso de la razón humana, lo que ha logrado es sacralizar todo lo mundano; poner un acento divino en todo lo contingente; crear ídolos. De estos barros vienen los violentos lodos de las ideologías totalitarias del siglo XX, buena parte de la concepción del estado liberal y las poco frecuentes pero igualmente graves y heréticas ideologías teológico-políticas, como la Teología de la Liberación o algunas formas del tradicionalismo.
La propuesta de Milbank de un retorno a la Teología como metadiscurso (es decir, como único conocimiento capaz de integrar los demás conocimientos en un todo armónico) tiene en su horizonte la idea de abrir la inteligencia de los cristianos a una «ontología de la paz». Se trata de recuperar una concepción del mundo auténticamente cristiana que urja a los seguidores de Cristo a encarnar en este mundo el «hombre nuevo» del capítulo 3 de la Carta de San Pablo a los Colosenses. Solo desde la luz de la Revelación es posible contemplar una imagen del mundo que supera la lucha de fuerzas y que es capaz de reunir a todos los hombres (cf. Juan 12,32) en la auténtica paz, que «no es la que da el mundo» (Juan 14,27). Así la describe Milbank:
«Esta salvación debe inaugurar una forma diferente de comunidad… En lugar de una paz obtenida mediante el abandono del terreno por parte de los perdedores, mediante la subordinación de rivales potenciales y de la resistencia frente al enemigo, la Iglesia propone una paz auténtica haciendo memoria de todas las víctimas, teniendo una igual preocupación por todos los ciudadanos y corriendo el riesgo de ofrecerse por la reconciliación de los enemigos».
3. La Iglesia y el mundo moderno
Hasta aquí hemos tratado de dar dos respuestas a la dificultad que experimentan muchos cristianos y, en particular, muchos católicos a la hora de participar en las cuestiones del mundo sin tener que escindirse en dos. En primer lugar hemos hablado de la ciudadanía celeste de la que todos los bautizados participan, y que irrumpe en esta vida por medio de la Iglesia y la Eucaristía. En segundo lugar, hemos expuesto el poso intelectual que el pensamiento secular ha dejado en las mentes de los cristianos, y que no solo les impide pensar el presente según categorías propiamente cristianas, sino que produce algo igualmente grave: consagra la primacía de la acción humana sobre la acción divina en la historia (y la redención).
Podría parecer que solo queremos referirnos a la participación de los cristianos en esa sociedad que les es propia, la Iglesia. Es cierto que todavía queda abierta la cuestión del juicio del cristiano sobre los temas y formas de su tiempo histórico concreto. Lo dicho hasta ahora debe ser el fundamento desde el que tratemos de responder a estas preguntas.
Para hacerlo quisiera basarme en unas reflexiones del Papa Benedicto XVI sobre el Concilio Vaticano II, en las que se recogen algunas ideas sobre la postura de la Iglesia ante la Modernidad. Se trata de ideas que en realidad hacen referencia a la sociedad eclesial, pero sin duda contienennociones valiosas para los católicos que se preguntan cuál debe ser su actitud ante las formas de un orden temporalsecularizado que hoy podría parecer incompatible con la participación cristiana en la vida política.
Benedicto XVI no adopta una postura de total aceptación o total rechazo de las formas de la secularización. En su teología, reconoce un cierto ámbito de autonomía respecto de la realidad sobrenatural que es sana. Para él, dice mucho de Dios haber creado un mundo con naturaleza propia. Lo cual no obsta para oponerse a una secularización más radical, que no admite lo sobrenatural como referencia última de lo natural, sino que coloca su fundamento en la mera razón.
La visión dialéctica que solo ve posible un enfrentamiento entre la fe y el mundo moderno tiene su razón de ser en una circunstancia histórica en la que esta visión pudo ser comprensible, tal vez incluso cierta.
En los orígenes de la Modernidad, desde el proceso a Galileo o la definición de la «religión dentro de la razón pura» de Kant hasta los excesos laicistas de la fase más radical de la Revolución Francesa, pudieron parecer irreconciliables la idea de un pensamiento secular y la apertura a una fe cada vez más entendida como «superflua». Pudo parecer que «no había ningún ámbito abierto a un entendimiento positivo y fructuoso».
Sin embargo, según Benedicto XVI, la Modernidad fue «evolucionando» y matizando sus pretensiones:
«La gente se daba cuenta de que la revolución americana había ofrecido un modelo de Estado moderno diverso del que fomentaban las tendencias radicales surgidas en la segunda fase de la revolución francesa. Las ciencias naturales comenzaban a reflexionar, cada vez más claramente, sobre su propio límite, impuesto por su mismo método que, aunque realizaba cosas grandiosas, no era capaz de comprender la totalidad de la realidad. Así, ambas partes comenzaron a abrirse progresivamente la una a la otra. En el período entre las dos guerras mundiales, y más aún después de la segunda guerra mundial, hombres de Estado católicos habían demostrado que puede existir un Estado moderno laico, que no es neutro con respecto a los valores, sino que vive tomando de las grandes fuentes éticas abiertas por el cristianismo.»
En este contexto puede servirnos como brújula la apertura del Concilio Vaticano II ante los regímenes liberales del siglo XX. Una apertura en la que pensadores como Carl Schmitt creyeron ver una «ruptura» del magisterio de la Iglesia Católica y su definitiva capitulación ante el Estado en cuanto a la jurisdicción sobre el orden terrenal. Según esta tesis, la Iglesia habría obtenido como trofeo una limosna: la libertad religiosa. Una libertad religiosa cuyo fundamento no sería sino la incapacidad del hombre de encontrar la verdad y, por consiguiente, la canonización del relativismo.
Contra esta opinión, Benedicto XVI enmarca esta decisión, que efectivamente rompió con la postura de laIglesia desde las ásperas condenas al liberalismo de Pío IX, como una prudente renuncia a directrices contingentes que pudieran ser un obstáculo para la propuesta de la verdadera fe en la circunstancia histórica presente. No se trata de que con su apertura a la coyuntura política de nuestro tiempo la Iglesia aceptara como válidos y acorde al Evangelio un régimen o un sistema político. Más bien, se trataba de devolver a los cristianos al meollo del mundo, cuando tal vez podían verse tentados de anclarse en formas temporales pasadas. Al hacerlo, el Concilio pretendía «presentar al mundo actual la exigencia del Evangelio en toda su grandeza y pureza», según el mandato de Pedro en su primera carta a los cristianos de «estar siempre dispuestos a dar respuesta (apo-logía) a quien le pidiera el logos (la razón) de su fe». Explica Benedicto XVI:
«Esto significaba que la fe bíblica debía entrar en discusión y en relación con la cultura griega y aprender a reconocer mediante la interpretación la línea de distinción, pero también el contacto y la afinidad entre ellos en la única razón dada por Dios».
Se impone para el cristiano inmerso en el orden temporal el deber de realizar un constante discernimiento sobre las formas de la secularización. La vocación del cristiano en el mundo es una llamada a entablar un diálogo en el que la fe pueda iluminar las contradicciones del orden temporal, y se enriquezca a la vez con las circunstancias que su tiempo le ofrece para profundizar en el sentido de la Revelación. «Este diálogo se debe desarrollar con gran apertura mental, pero también con la claridad en el discernimiento de espíritus que el mundo, con razón, espera de nosotros precisamente en este momento», afirma Benedicto XVI.
He aquí, tal vez, la última paradoja de la necesaria presencia cristiana en la sociedad, que tan bien expresó el maestro de la paradoja, G.K. Chesterton, en la introducción a su biografía de Santo Tomás de Aquino: el cristiano, que es «signo de contradicción para el mundo» (Lc. 2,34), es a la vez el único asidero del mundo ante sus propias contradicciones.
«Si el mundo se hace demasiado mundano, podrá ser reprendido por la Iglesia; pero si la Iglesia se hace demasiado mundana, el mundo no podrá reprenderla por su mundanidad. Cada generación es convertida por el santo que más le lleva la contraria».
4. Conclusión: el trigo y la cizaña
Para terminar estas líneas, quisiera poner todo lo dicho en una perspectiva escatológica que no debe olvidar el cristiano en su actuación en el mundo, so peligro de caer en la ideología o en la desesperanza. No debemos obviar que el mundo es ambiguo y conviven en él el Reino de Dios y el del «príncipe de este mundo» hasta el día en que sean creados «un cielo nuevo y una tierra nueva» (Ap. 21,1-5).
El cristiano traicionaría tanto a Dios como al mundo si no deseara la realización concreta del Reino de Dios en su momento histórico concreto; si fuera lámpara que se esconde en lugar de iluminar. Pero no debe de aspirar a hacer de las formas temporales de este mundo el Reino de Dios, sino solamente a trabajar para que sean su reflejo concreto y temporal. No debe aspirar a arrancar la cizaña (Mt. 13,24-26), sino a mantenerla a raya hasta que llegue el tiempo de la cosecha. No debe buscar implantar una utopía en este mundo (de u topos, etimológicamente: lugar que no existe), porque tiene ya una patria de la que viene y a la que se dirige. Dicho de otro modo, la participación del cristiano y su aportación al mundo están atravesadas y motivadas por la Escatología, pero su concreción es fundamentalmente Ética.
Esto nos debe impulsar a buscar en el discernimiento y en el diálogo con el tiempo presente la transformación de las estructuras del mundo desde la fuente de la justicia, la dignidad de la personas y el amor fraterno que nacen de la presencia eucarística del Dios vivo en la Iglesia. De ahí que no podamos proponer como modelo únicamente a quienes, como Madre Teresa o San Francisco de Asís, nos enseñan a amar las cosas más pequeñas de este mundo sino también a quienes, como tantos hombres de política, de ciencias y letras, de artes e incluso de armas han gastado sus vidas en la construcción de sociedades que, como la antigua Cristiandad en el actual Occidente, construyen en el mundo un espacio para el desarrollo de una vida terrenal verdadera y plenamente humana.