«Incluso mi amigo, de quien yo me fiaba,
que compartía mi pan,
es el primero en traicionarme».
Salmo 40.
Confusión es esa sensación incómoda que provoca en nosotros la arbitraria mezcolanza de incoherencias. Inconexiones a lo menos. Cuando tales elementos, además, son antitéticos —se excluyen unos a otros—, evoluciona en perplejidad. Imagínese usted la estupefacción al contemplar el descenso de la nieve a treinta y cinco grados en un mes de julio.
Cuando la antítesis enfrenta lo más sublime a lo más abyecto, lo más santo a lo más demoníaco, lo ínclito a lo deleznable, el espectador enmudece; cáense los brazos, flaquean las piernas, resbala la barbilla, el corazón se hiela.
Es el aturdimiento de los videntes del insólito abrazo de Dios y Satanás.
(Lo que se expone en el artículo procede de información facilitada por las partes defensoras de Miguel y otras pruebas documentales a las que ha tenido acceso Democresía. No hemos tenido oportunidad de contrastar la versión con los acusadores).
No hubo visto demonios Gabriel cuando decidió involucrarse en una naciente asociación católica, que lo conquistó con su celo apostólico y su anhelo proselitista. Con el tiempo daría en llamarse «Orden y mandato de san Miguel».
Recibió el sacramento de la Confirmación allá por el año 2001, ha diecisiete años. Al poco conoce a un hombre, Miguel Rosendo da Silva, y comienza a cambiarle la vida. Se interesa por las cosas de Dios, por la verdad del hombre y la vocación a algo mayor, veraz, superior a cuanto hubo conocido. Tras un breve lapso algo más alejado de la vida sacramental, retorna a la celebración de la Eucaristía, vuelve a rezar, se involucra más y más en la misión apostólica de la Iglesia, colaborando en la catequesis y en otras actividades misionales.
Tampoco advierte rastros infernales, misas negras o posesiones diabólicas en adelante, y en 2009 —tras ocho años en contacto con el grupo— decide consagrarse en el ámbito de la nueva realidad eclesiástica, que caminaba en curso a su aprobación en cuanto orden religiosa. Estudiaba Ingeniería de Telecomunicaciones.
Su madre, sin embargo, descontenta con la vocación de su hijo, trata de apartarlo. Gabriel no accede a sus pretensiones, por lo que decide acudir a una instancia superior; en 2006 escribe una misiva a José Diéguez, entonces Obispo de la diócesis de Tui-Vigo: que «le están comiendo el coco» y se llevan a mi hijo.
Don José contacta con Juan Diz, presbítero de la Sociedad Sacerdotal de la Santa Cruz —entidad estrechamente vinculada al «Opus Dei»— y primer consiliario de la asociación, y le ruega que investigue y le informe. Tras un tiempo prudencial, Juan responde al Obispo que todo lo aprecia bueno y sano, y así se lo comunica este a la madre, que no se da por vencida y escribe a la Nunciatura eclesiástica, con idénticos resultados.
Es la primera acusación de sectarismo contra «Orden y mandato de san Miguel». Ahí quedó la cosa, pero con el tiempo resurgirá la verdad para unos, la burda calumnia para otros.
Gabriel, a marzo de 2018, sigue alabando ante esta revista la labor de la asociación disuelta, a la que sigue espiritualmente vinculado, con gran dolor y mayor esperanza.
En nuestra entrevista he juzgado absurdo preguntarle si alguna vez ha visto a Belcebú escurrirse tras una esquina, en la oscuridad de la casa madre.


El poder de convocatoria de la agrupación de fieles es asombroso; en los noventa comienza a organizarse un círculo con inquietudes, y en 2003 se dotan de estatutos y reciben la bendición de don José Diéguez, cabeza de la diócesis, que ya ha aparecido antes en esta historia.
Ya son asociación privada de fieles.
En 2005 hay quienes advierten una vocación divina, y deciden consagrarse en el seno de «Orden y mandato». Y, finalmente, en 2009 festejan la aprobación de unos nuevos estatutos, con los cuales el nuevo Obispo Luis Quinteiro la constituye como asociación pública de fieles, siguiendo un proceso natural ordenado a convertirse en orden religiosa.
Llega a aglutinar en su derredor a unas doscientas personas.


Hubo un cambio de consiliario en el año 2006: aparece en escena una figura emblemática y de indudable importancia en el devenir de la asociación, de su presidente Miguel y de los fieles ligados a ellos. Se trata de Isaac de Vega, sacerdote asimismo de la Sociedad Sacerdotal de la Santa Cruz —ligada al Opus Dei—.
Es capellán en la cárcel de La Lama; dedicado principalmente a la pastoral penitenciaria, recurre a la asociación buscando ayuda en su misión. La obtiene. Entonces comienza la relación, que va estrechándose más y más, entre el presbítero y «Orden y mandato de san Miguel».
Llega, decíamos, a ser muy estrecha; en 2007 celebra su cumpleaños con ellos, y con ellos convive durante un mes. Los partidos de fútbol —él, acérrimo madridista— se ven en la casa madre, con la familia de Miguel y el resto de fieles, ocasiones en que (a decir de algunos de ellos) comienzan a experimentar el genio explosivo del nuevo consiliario.
Poco a poco, Isaac va acumulando las tareas propias de un asistente eclesiástico, con gran implicación personal en la entidad religiosa. El cargo, canónicamente, lo recibe del Obispo en 2009 —cuando la asociación, recordamos, adquiere el estatus de «pública de fieles»—. Pero más de un año antes su integración en la estructura del grupo ya era completa: tenía plena conciencia del recorrido tanto del grupo como de cada uno de sus constituyentes; pasaba cuatro días a la semana con ellos y se unía a los viajes que organizaban.
Paralelamente, parece que Isaac desarrolla negocios contrarios al ordenamiento jurídico y a la moral cristiana más elemental. Lorena, consagrada, hija del portavoz de la ilegítima acusación popular en el proceso penal, fue una de las encargadas de colaborar con el cura en la pastoral penitenciaria. Recurrentemente comunicaba sus dudas al capellán: qué hacemos aquí, Isaac; por qué solo tratamos con los convictos por narcotráfico; nunca he advertido un atisbo de arrepentimiento en ninguno de ellos; me siento idiota hablando de Dios a quien se deleita decididamente en el pecado, y otras del estilo. Por respuesta, que el celo por las almas no hace acepción entre pecadores; que mientras haya posibilidades de salvación para uno de ellos, su labor merece la pena; que Dios ha venido a redimir también a los narcotraficantes.
Un día, Lorena descubre en su cuarto una bola de hachís del tamaño de su cabeza. Isaac, que siempre fue muy celoso de sus espacios y su intimidad, le asegura que era de un preso, que lo hubo descubierto y se lo confiscó.
Otras fuentes, cercanas a Isaac de Vega, ajenas al entorno de «Orden y mandato de san Miguel», y cuya identidad nos exigen que no se revele —se sienten amenazados—, aseguran que Isaac hacía negocio con los narcotraficantes del clan de los charlines y que solo trataba con presos por tráfico de drogas, que se lucraba con dinero de tal origen ilícito —nos hablan de «grandes cantidades»—, y que recibía de ellos no pocos favores de índole sexual.
Muchos de los miembros del clan que han cumplido condena lo hicieron en la cárcel de La Lama, cuya pastoral penitenciaria estaba a cargo del sacerdote.
Las irregularidades en esta prisión alcanzaron extremos asombrosos: Isaac conseguía favores para los narcotraficantes y hasta llegó a gestionar para ellos permisos penitenciarios, con resultados en ocasiones más que sospechosos, como aquellos de 2008 de que se hizo eco la prensa (entre otros casos, Interviú), en que cuatro presos de la misma banda, con sus respectivos permisos gestionados por el capellán, escapan de prisión en el espacio de cuatro meses. Cuatro. Los informes de la Junta de Tratamiento de la prisión, y los de la policía, fueron decididamente contrarios: existía un elevado riesgo de fuga y se trataba de presos peligrosos —condenados por introducir 124 kilos de cocaína y tenencia de armas de fuego—.
Desde el entorno de la asociación pública de fieles aseguran que el consiliario realizó gastos destacables en favor de aquella, que les parecían inalcanzables para un presbítero, y que llevaba un alto nivel de vida.


Con tal integración en la asociación, es llamativo que Isaac no hubiera advertido ningún desorden hasta unos cinco años más tarde —según su propia dicción, denuncia al Obispo los excesos de los «miguelianos» en diciembre de 2012—.
Comienza una serie de movimientos para reunir un grupo de víctimas o, a lo menos, de atacantes. Miembros de «Orden y mandato de san Miguel» nos aseguran que Isaac comienza a llamar casa por casa a los padres de los integrantes, y consigue apoyos para su denuncia. Apoyos que se verán reflejados en un informe cuestionable de un investigador privado (del que nos ocuparemos en ulteriores artículos), que sirve de fundamento al subsiguiente proceso penal. Apoyos entre los cuales figura el de un párroco de Madrid.
Otro escándalo eclesial, de menor entidad y a cientos de kilómetros al sur, consumaría el proceso. Nos situamos en la archidiócesis de Madrid; dos sacerdotes en ella incardinados —Eduardo Lostao y Juan Luis Castón— e Ignacio Oriol son simpatizantes muy cercanos a la asociación.
Coinciden en su primer destino en la diócesis: Juan Luis llega de Getafe en el año 2011, y el entonces Obispo Antonio María Rouco Varela le destina como vicario a una parroquia del entorno de Moratalaz. Ignacio acaba allí también —habiendo abandonado recientemente la Legión de Cristo—, así como Eduardo, que entonces aún era seminarista. Y surgen determinados conflictos con los catequistas y con el párroco: con los unos, de índole dogmática e ideológica; con el otro, por evidencias de hurto.
Robaba. Juan Luis le descubre y le denuncia al Obispado, cuyo regente decide resolver la situación destituyendo al párroco y separando a Juan Luis.
Antonio M. Rouco Varela se lo lleva a otra parroquia, en otro lugar relativamente lejano al anterior, y lo acompaña Eduardo —a Ignacio lo mandan a Aravaca—. Miguel Rosendo, desde Galicia, les ruega que atiendan también un grupo de matrimonios del entorno que residen en la capital.
Juan Luis habla con el Obispo auxiliar, Fidel Herráiz —que volverá a salir en esta historia (actualmente es Arzobispo de Burgos)—, pidiéndole permiso para acceder a las peticiones de Miguel, que se lo concede. Procede de la misma forma con su nuevo párroco, JML. Así queda configurada la pastoral de los tres curas.
Ocurre que JML también robaba. «Pero muchísimo», matiza Juan Luis para esta revista. Juan Luis, que ya conoce la cantinela episcopal, reúne en esta ocasión pruebas económicas fehacientes, con la colaboración de algunos feligreses —Juan Luis trabajó para «JP Morgan», y uno de tales fieles era un general de brigada retirado que había trabajado como interventor de la Armada. No les resultó especialmente complicado—. Acreditan un mínimo de 25.000 € anuales que JML se embolsaba de los fondos de la parroquia.
Acuden de nuevo al Arzobispo. Nos situamos en la transición entre A. M. Rouco Varela y C. Osoro. Ninguno quiso escucharlos: el primero los despacha con frases como «aquí haya café para todos», o «ni vencedores ni vencidos», y el segundo continúa la misma línea de su predecesor, en ocasiones con formas coléricas y prepotentes. Juan Luis insiste.
Paralelamente, JML estalla. Llega a gritarles en la parroquia que fue secretario de uno de los Vicarios episcopales de Madrid, y que si él caía, caerían muchos. De hecho, acude en numerosas ocasiones al Obispo durante este proceso.
En esta situación, muy tensa, JML tiene noticia de lo que empieza a labrarse en Galicia, en relación con Isaac de Vega, Miguel Rosendo y «Orden y mandato de san Miguel». Advierte asimismo los vínculos entre la asociación pública de fieles y Juan Luis y Eduardo, y decide viajar al norte. Estos dos últimos —junto con José Ignacio Martín Sánchez, un tercer presbítero muy ligado a «Orden y mandato», y de quien hablaremos en futuros artículos— nos aseguran que JML se entrevista con Isaac y colabora en la hechura.


Es JML quien aporta el ingrediente final; en el contexto de fuertes presiones en el ámbito interno eclesiástico —también en próximos capítulos—, fabrican la guinda del pastel: satanismo.
Después de más de cinco años de estrecha relación entre Isaac y Miguel Rosendo da Silva y la asociación que promoviera, no solo aparecen supuestos abusos y agresiones sexuales, coacciones, delitos contra la integridad moral, contra la Hacienda Pública o blanqueo de grandes capitales de orígenes antijurídicos, sino que ahora también se realizaban prácticas satánicas. Se llega a asegurar que Miguel decía ser la encarnación de san Miguel, el arcángel —a veces, del mismo Dios—; que entraba en posesión padeciendo convulsiones y balbuciendo lenguas extrañas, al tiempo que practicaba, dicen, exorcismos y rituales dudosos sobre miembros de la entidad religiosa.
Y JML erige como ministros del infierno a Juan Luis, a Eduardo y a Ignacio; con el tiempo se les conocerá en los medios de comunicación como «la Trinidad satánica». Consigue una fenomenal bomba de humo, desquitándose contra sus colegas —sus hermanos en el presbiterado—, y atrayendo sobre ellos la atención que se hubo posado sobre él, y que tan poco le convenía. La campaña de desprestigio continúa y se intensifica, hasta marginar a unos en Galicia y a otros en Madrid: don Carlos Osoro llega a retirar a sus sacerdotes el sueldo durante cuatro meses —hasta que don Fidel, Obispo auxiliar, interviene en su favor—. Pasan más de dos años en tinieblas, sin saber de su Obispo, sin dignarse este a escucharles, sin interesarse por ellos lo más mínimo. Ni una sola llamada de tantísimos sacerdotes amigos, cuando no se tornan beligerantes.
Mientras, el proceso se desarrolla. Los defensores de Miguel y «Orden y mandato» enmudecen, por obediencia filial a su nuevo Obispo Luis Quinteiro, cómplice en la trama por circunstancias que posteriormente se expondrán, que les exhorta a guardar silencio. Durante dos años. Años que se aprovechan, evolucionando las acusaciones y adquiriendo forma hasta dar con Miguel en prisión, en diciembre de 2014. Y disolverse la asociación.
Hasta aquí este capítulo de la novelesca pero realísima historia de los ángeles que son demonios.

