A los seres humanos del siglo XXI –especialmente a aquellos así llamados “occidentales”– nos ha tocado vivir en una época bisagra. Nos hemos hecho escépticos de absolutamente todo menos del escepticismo: una encrucijada que nos permite redescubrir el sentido de las tradiciones, o abandonarlas por no comprender o por despreciar ese sentido. Ha pasado con las prácticas religiosas, con los sacramentos, con la familia y la mayoría de sus usanzas, con los símbolos patrios, con la educación en las letras (latín, griego, filosofía…), y con casi todo lo que no cabe bajo la cúpula omnímoda de lo útil. Categoría, por lo demás, de moral más bien dudosa.
Era sólo cuestión de coherencia ideológica el que se planteara el debate de la iconoclastia. La imagen que se pone en tela de juicio es el Nacimiento de Belén, comúnmente llamados “Nacimientos” o “Belenes”. La representación del nacimiento de Cristo.
Se trata de una tradición plurisecular en la Iglesia y en España. En las catacumbas de Priscila existe una pintura del siglo II de la Virgen con el niño Jesús en brazos. Las figuras y la situación representadas en los belenes son una recopilación de los datos aportados por los evangelios canónicos y apócrifos, así como por la tradición de la Iglesia en los primeros siglos. San León Magno, por ejemplo, cita en una homilía un decreto papal del siglo V por el que se determinaba en tres el número de los Reyes de Oriente.
La fijación de la fecha de Navidad corresponde a la fiesta romana del Dies natalis solis invicti, el solsticio de invierno: el día en el que deja de descender y los días se alargan. El símbolo litúrgico es patente: el 25 nace el “Sol de Justicia”, el Salvador que viene a iluminar el mundo.
Todos los demás elementos que envuelven la tradición del Belén están ahí: entre los siglos II y VI de nuestra era. Desde el oficio de carpintero atribuido a San José hasta la celebración litúrgica de la misa de medianoche, la estrella que guía a los magos, el anuncio del ángel a los pastores… Todas las partes de la tradición se amalgaman en autos costumbristas que se escenifican en las plazas de las catedrales y en las puertas de las iglesias ya en el s. VIII.
Pero fue San Francisco de Asís quien dio el impulso definitivo a la tradición belenística. Fue en Greccio, en 1223. Tomás de Celano, biógrafo del santo, pone en su boca estas palabras: “Quiero evocar el recuerdo del Niño nacido en Belén y de todas las penurias que tuvo que soportar desde su infancia. Lo quiero ver con mis propios ojos, tal como era, acostado en un pesebre y durmiendo sobre heno, entre el buey y la mula…” Dicho y hecho, aquella Navidad tuvo lugar el primer Belén viviente y se instauró así esta práctica definitivamente.
Los franciscanos difundieron la tradición de los belenes por España entre los siglos XIV y XV, primero vivientes o en forma teatral y ya después en figuras de barro, originalmente procedentes de Nápoles. De aquellos años se conservan en España dos belenes muy relevantes: “El Belén de Jesús”, en Palma de Mallorca, uno de los más antiguos del mundo que se conservan (de 1480, aproximadamente); y “El Belén del Príncipe”, encargado por el Rey Carlos III para el Palacio del Buen Retiro.
España no sólo asumió la tradición como suya sino que la incorporó como parte esencial de su programa de evangelización de Latinoamérica, o de la entonces llamada “América Española”. La célebre tradición mexicana de la “pastorela”, por ejemplo, fue un método pedagógico y catequético de los misioneros españoles para transmitir el misterio de Dios hecho niño y la necesidad de preparar nuestros corazones en las virtudes para su venida.
Los belenes también sufrieron el mestizaje cultural. Allí donde ha llegado esta tradición, ha sabido conjugarse con los usos y costumbres del lugar y la época. Y a los elementos tradicionales del Nacimiento se han sumado figuras lugareñas. Es una de esas tradiciones que se ha enraizado tanto en nuestra cultura que no puede archivarse bajo el título de “decoración accesoria”. Como tantas cosas a las que debemos nuestra configuración cultural, no es indiferente que se quiten o se pongan, porque de ello resulta una profunda ruptura en el complicadísimo entramado de la naturaleza cristiana de occidente, de Europa, de España.
Así que nos vemos ante una encrucijada que ni el más pretencioso de los políticos puede resolver. Porque no sabrían hacerlo y porque no les compete. Antes de ser una decisión política debe ser una decisión social, familiar e individual.
Debemos, pues, preguntarnos qué significan realmente las tradiciones navideñas cristianas para nuestra cultura y para nosotros mismos. ¿Merece la pena conservar los belenes? ¿Por qué? ¿Qué significan para el occidente y para cada uno de nosotros en particular?
Son muchas las enseñanzas positivas del Nacimiento. Nadie lo puede negar: humildad, amor, pobreza (como fenómeno humano y como virtud)… Enseñanzas que sólo pueden enriquecer. Incluso desde el punto de vista religioso se me hace muy difícil defender algún rasgo de perversidad en el gesto teológico de la encarnación y del nacimiento en Belén, en medio de las circunstancias que se presentan figurativamente en los Portales.
Pero creo que la pregunta debe ir más allá: ¿estamos dispuestos a permanecer culturalmente afianzados en esta tradición litúrgica que hasta ahora ha definido nuestra forma de ver el año? ¿O resultaría oportuno superar estas costumbres, dejarlas en el baúl de los recuerdos y contentarnos con “vacaciones de invierno”? ¿Qué implicaciones tiene cada una de estas alternativas para nuestra forma de ser personal, familiar y social? Estas son las preguntas que subyacen esta decisión y se puede ir aún mucho más allá.
Hacerse las preguntas no está mal. Al contrario: es un ejercicio que permite volver a encontrar significados y sentidos perdidos u olvidados. A partir de ahí cabe esperar que las respuestas sean para bien o para mejor, no desde una perspectiva social-funcional sino familiar-humana.
Personalmente, espero que la tradición del Belén –renovada, rejuvenecida– permanezca en España y en el resto del Mundo para siempre.