El otro día encendí el televisor y tuve una epifanía. Retransmitía la cadena un reportaje especial sobre el atentado de Niza, cuyo recuerdo aún nos conmociona, y centraron el objetivo en un hospital de la zona.
Explicaba un facultativo que desde la masacre se había producido una oleada de donaciones de sangre, y que seguían llegando ciudadanos generosos a sus puertas a pesar de que habían emitido un comunicado público afirmando que poseían suficiente.
En ese momento la cámara se posó sobre una mujer –ni alta ni baja, ni gorda ni flaca, ni vieja ni joven–, a la que con toda seguridad habían interrogado sobre los móviles de su conducta, que así respondía: “ya, si ya sé que no hace falta más sangre, pero es mi forma de acercarme a las víctimas y mostrar mis condolencias“.
La susodicha me sumió en un mar de reflexiones. También había visto poco antes un fotomontaje que ilustraba un montón de imágenes de apoyo a las víctimas (que así se dice). Una fuera unos surcos en la arena de una playa formando las letras del topónimo, a vista de pájaro; otra las espontáneas ofrendas florales en las embajadas galas de distintos países. Yo me trasladaba al lugar de las víctimas actuales, al hondo sitio de la personalidad, y me preguntaba si aquello podría significar algo por mínimo que fuera.
Una ciudad extranjera que como muestra de cercanía tatúa con juegos de luces la bandera de Francia en su semblante, o el propietario australiano de 7 hectáreas de terreno para pasto que cortare el césped como se dijo de la playa. ¿Qué puede significar el luto publicitado de un hombre sin rostro para aquel, que arrastra en el anonimato un cadáver desde esa noche de sombra?
El sujeto se encuentra obligado a salir de sí mismo y a someterse a una ley de desprendimiento
Llega un “whatsapp” de un +501 al teléfono de una novia enviudada; entre caóticos términos de pésimo francés se aprecia un confuso “mes sincères condoléances“. ¿Cómo me siento yo que finjo ser ella? Sola, muertas yo y mi mundo yermo. Mecida en una ola artificial y tibia de emociones sin destino, donde los hombres han vertido una dolencia virtual –no condolencia– por una noticia periodística. Como en un armario, entre vestimentas rasgadas de dolor extraño a mí. Como un pozo de sangre con nombre y apellidos, donde los enlutados, en solemne y respetable procesión, arrojaran vinagres a mansalva.
¡Qué diferente sería esa confusa manifestación de la ardorosa mostración del amigo! El amigo compadece; observa, digiere y ofrece el amargo resultado desde dentro hacia su querido: una conmiseración sincera, una unidad alentadora y permanente en el sufrimiento privativo de uno solo. El compañero se distingue del alejado hondureño en que al uno le llega un rostro familiar demudado y al otro un concepto; que a uno le arranca el alma una realidad palpada y a otro una imaginación vinculada remotamente a lo real; que uno se deshace en gemidos hacia fuera, hacia un sujeto real, y el otro…
El otro no sale de sí en realidad. No busca a las víctimas para dulcificar con una caricia un dolor inefable. ¡Es imposible!, ¡si no las conoce! No se puede amar lo ignoto; al hondureño que con inocencia y humanidad se arranca el cabello por lo de Niza no le duele un hombre, sino una imagen.
Mecida en una ola artificial y tibia de emociones sin destino, donde los hombres han vertido una dolencia virtual
Yo solía clasificar el acto del hombre en dos tipos: el de quien otorga un bien al otro y el de quien se lo granjea para sí. El altruista y el egoísta (“stricto sensu“). Pensaba el acto como la ejecución personal de una conexión interna con un objeto, fuera del actor. Pero mi hondureño, representativo del mundo hoy afrancesado, ni busca un bien para sí ni compadece a nadie fuera.
He regresado admirado a mi manual de cabecera respecto al acto personal. “La acción“, del –providencialmente– francés Maurice Blondel, publicada como tesis doctoral en 1893. He surfeado capítulo a capítulo rebuscando una respuesta a mi enigma. Y he releído esto en la segunda etapa, “del umbral de la conciencia a la operación voluntaria“, referente al nacimiento mismo de la acción:
“El movimiento que hasta ahora parecía centrípeto [el de la conciencia de la persona] se convierte de alguna forma en centrífugo. Después de haber absorbido e iluminado todo el objeto de su conocimiento y todo el dinamismo de la naturaleza, el sujeto se encuentra obligado a salir de sí mismo y a someterse a una ley de desprendimiento (…). Ahora parece que es fuera de nosotros donde debemos buscar el perfeccionamiento de la vida interior. Ahora estamos llamados a vivir y a obrar en una región superior a la conciencia luminosa. Entramos en un terreno todavía misterioso, aquel en que la voluntad se va a unir a su objeto“.
Quizá sea herencia de la Edad Virtual o una consecuencia más del individualismo de nuestro siglo. Pero mi hondureño, como el de je suis Charlie, no puede estar actuando. Si actúa, es en un mundo falso, de fantasía; del mismo modo que los jugadores norteamericanos lanzaban la Poké Ball a Vaporeon en Central Park, o semejante a las aventuras de DiCaprio en los sueños de “Origen“. Si compadece, no compadece fuera de él, a un ser de carne, sino en sí mismo y a una idea. Una apariencia de hombre, una ficción de un conocido.
Y si no compadece en una consola, solo se expresa: pretende comunicar un estado de conciencia. Como la mujer que fue a donar sangre, no para salvar sino para mostrarse, para ejecutarse como compasiva sin nadie a quien compadecer. Sea lo que sea, no sale de sí mismo. ¡Hondureño!, en tu inocente humanidad no vives sino imaginas.
La única constreñida a la realidad estos días –a la realidad de que ya no hay realidad– es mi novia enlutada, la que sube al altar vestida de negro a casarse con un muerto. Sea quien sea, novia, padre o amigo fiel, y esté donde esté. Los demás, sin darnos cuenta, nos hemos acercado a besar una mano que no existe y que somos nosotros.