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El verano de un recuerdo

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Los escasos números que quedan por tachar en junio, las advertencias a causa de las altas temperaturas, pronósticos meteorológicos varios, alguna conversación del grupo contiguo en la cafetería o los anuncios inquisidores que nos persiguen en la web tras haber hecho una consulta inocente acerca de posibles planes estivales nos urgen a encontrar unas vacaciones que superen las pasadas.Como si de una competición se tratara, buscamos lo más exótico posible, experiencias (con frecuencia llamadas escapadas) que permitan la evasión. Cuanto más lejos mejor, si el destino es insólito lograremos provocar la admiración de nuestros interlocutores, en caso de preguntas sobre el alojamiento y sus alrededores, contestaremos reproduciendo las maravillas que figuraban en la descripción del catálogo y si resulta que a la larga no resultaban tan ciertas, probablemente fingiremos que se cumplieron nuestras expectativas.

De algún modo, nos imbuimos en una presión por conseguir la mejor oportunidad al mejor precio y hacerla nuestra antes que nadie.  Hay que descubrir, reservar, ir, estrenar y volver antes de que lo hagan otros.

Sin embargo, recuerdo unos veranos cuya esencia residía en aspectos bien distintos. Vacaciones en las que el lugar se confundía con sus gentes y la unión de ambos generaba una atmósfera hogareña. Mi pueblo, al igual que el resto, estaba formado por un ramillete de casas en el que sobresalía una iglesia sólida de piedra. Además, una torre esbelta presidía los tejados. Al margen de alguna poda esporádica y la colocación de andamios para subsanar goteras y demás achaques de las gastadas viviendas, nada parecía cambiar con el transcurso de los años.

Para el municipio, la llegada del solsticio se presentaba como una promesa de revitalización.

A su vez, la niña de antaño sentía que volvía a una tierra que aguardaba su retorno para entregarle tardes de juegos eternas y puestas de sol policromadas. En un lugar tan alejado de autopistas y aeropuertos, el único tránsito visible era algún vehículo que avanzaba por la carretera o varios aviones que con su estela marcaban el cielo.

En apariencia, durante el transcurso de los días no sucedía nada destacado. Selas tenía sus visitas consolidadas: el panadero llegaba sobre la una, los lunes la doctora revisaba que todo seguía en orden, la secretaria daba la luz en el ayuntamiento los martes y los viernes el camión de los congelados venía a reponer las neveras. A día de hoy, los domingos ya no pueden decir lo mismo, pues la escasez de sacerdotes ha provocado que el último párroco asignado no pueda asistir todas las semanas a sus 18 pueblos.

Iglesia de Nuestra Señora de la Minerva – María Hernández

No había campamentos ni actividades organizadas, tampoco cines o sedes culturales. De hecho, cualquier plan relacionado con la televisión quedaba a merced del efecto del viento y las tormentas sobre las antenas.

Lo más parecido a los imponentes centros comerciales era el recuerdo de un antiguo colmado y el pito que con su reiterada y característica sonoridad revelaba si el vendedor traía melones manchegos o se trataba de un afilador. Como la piscina y la poza más cercanas exigían un vehículo para llegar, las aguas del río Mesa funcionaban a base de resfriados en pleno mes de agosto.

A falta de relojes inteligentes y cronómetros, las manecillas de la torre acompasaban a los lugareños cada hora en punto y como muestra de la ferviente fe cristiana que en un pasado vivió la comarca, al mediodía entonaban el Ave María de Schubert. Con frecuencia, los pueblos imparten una catequesis singular que se fragua en las sacristías. La ignorancia que a veces persiste ante los gestos eucarísticos, se comprenden mejor entre campanillas, cestillos, preces, incensarios, vinajeras y bandejas de la comunión. El monaguillo es un privilegiado que acumula anécdotas extravagantes, se mueve entre casullas ondeadas y, ante todo,  participa en la eucaristía de forma única.

El pueblo existía en las conversaciones del domingo bajo el portalillo de la iglesia, en la cerveza de las siete en el bar acompañada de temas recurrentes, en el deseo de ver cómo las casas iban abriendo sus puertas progresivamente. Selas escondía la sensación de que todos eran necesarios y bienvenidos.

Veranear en el Señorío era mimetizarse con otros ritmos, con las exigencias del huerto, la rutina de los paseos y el curso de una partida de cartas. Significaba callar para deleitarse con la aridez y verdor del campo; asombrarse con cada florecilla silvestre, sus aromas y emocionarse al cazar perseidas. “De algún modo, esta fascinación no residía en encontrar elementos gratos a los sentidos, más bien se explica mediante los placeres de apreciación, que exigen ser mirados porque merecen atención” (Los cuatro amores, C.S. Lewis).

Ramillete para mamá — María Hernández

El encanto es tal, que incluso hay algo de desinterés en el espectador porque entiende que está llamado a gozar de estos placeres y advierte la pena que supondría despreciarlos. Sin embargo, los ciclos demográficos, las dinámicas actuales y la falta de sensibilidad imperante limita la capacidad de encontrar atractivo más allá de los cinco días que duran las fiestas patronales de agosto. Fechas que tampoco conservan su verdadera naturaleza. La plaza sigue siendo testigo de pequeñas orquestas que pretenden amenizar el festejo, pero faltan caderas para pasodobles que hace tiempo se fueron de Navarra y unas canciones que nada tiene que ver con los auténticos lugareños, adoptan el papel de banda sonora.

Pasados los días señalados, el bullicio desaparece y los tendederos vuelven a estar huérfanos: de pinzas, de ropa, de trapos, de esas chaquetas viejas que se guardaban en los baúles. Ojalá recordáramos el origen de la celebración y halláramos más motivos para quedarnos. Tal vez la belleza de pedir patatas a la vecina porque se han acabado y de compartir esa tortilla después. Quizás la sorpresa de encontrar una bolsa de hortalizas en el pomo de la puerta sin saber a ciencia cierta quién las ha dejado. A otro podría enternecerle la felicidad y el alboroto de los niños al lograr unos minutos más tras el toque de queda a las doce de la noche, admirar como en ese último escondite se corre con verdaderas ganas. Sería posible entusiasmarse por la sabiduría rural o al escuchar chascarrillos y tradiciones de generaciones anteriores.

Probablemente, valdría la pena alargar esa estancia para formar parte de una conversación que deja un manto de pipas vacías a los pies del banco o para conservar la preciosa costumbre de saludar a todo el mundo que pasa por la calle. Qué valioso sería recordar que podemos prescindir de mucho, pero no del otro.

No obstante, quemado el estío, quedarán menos columnas de humo jugando entre el aire, menos casas abiertas. Selas, en silencio, permanecerá indiferente a las muchedumbres solitarias, al consumismo de los núcleos urbanos. Con suerte, las temperaturas harán que la comarca de Molina de Aragón  sea noticia en invierno. Como si tan solo se tratara de un termómetro situado en el mapa. Es probable que también se mencione la escasez de habitantes de los alrededores, a los que se les atribuye 1´63 habitantes por kilómetro cuadrado. Es curiosa la deshumanización que alcanzan las estadísticas, más fría incluso que los grados bajo cero.

Pero, qué regalo sería experimentar que estos territorios conforman algo más que zonas despobladas y marginales dentro de la península. Son garantes de raíces y congelan ese espíritu de comunidad existente antes de que el éxodo rural nos convirtiera a todos en urbanitas. Muchos pueblos ofrecen con transparencia lo que tienen: su aliento menguante para brindar un verano maravilloso. Dense prisa, la tierra no revive y el campo sueña, espera, hacia la luz y hacia la vida, otro milagro de la primavera. (A. Machado, Campos de Castilla).

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El tiempo que empleo en el Periodismo y las Relaciones Internacionales esconde inquietud, un deseo de búsqueda, profundidad y encuentro. Soy algo intensa. Me apasiona conversar, contar historias, abrazar lo ordinario y querer lo extraordinario. Persigo los detalles y la poesía.

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