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Sobre ratas y hombres: el desparrame del calendario

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Cada febrero a los madrileños se nos hace más difícil pasar por alto la mirada del engendro zodiacal que desde las marquesinas nos recuerda la llegada del Año Nuevo Chino. Señaladísima fecha que de un tiempo a esta parte el ayuntamiento se propone a injertar en nuestras apretadas agendas culturales, y que se asienta lenta pero sólidamente, al parecer tan invulnerable al signo político de la alcaldía como al virus SARS COV-2 . Hablamos de un mes entero de actividades y espacios dedicados a la promoción de la cultura de nuestro risueño coloso.

Y es que para impulsar esta nueva cita que nadie pidió, resulta inestimable el patrocinio de la propia embajada china, que se engalana en su momento menos glamuroso, así como del oportuno mecenazgo de un pelotón corporativo liderado por El Corte Inglés, que nos anima a celebrar el fin de la cuesta de enero. Sin duda es el año de la rata de metal una ocasión ideal para mantener calentitas nuestras tarjetas de débito y de paso tomar algo de conciencia sobre la nueva hegemonía cultural al caer.

Si bien no está del todo mercantilizada, esta fiesta se asemeja a otras tantas del año que de manera artificial y en buena parte por iniciativa empresarial o política han ido permeando e invadiendo la citas clave de la temporada. Fiestas como Halloween o San Valentín, antes fechas anecdóticas en que permitirnos ser un poco horteras una vez al año, ahora ocupan semanas, generan una extraña expectación ya meses antes y se desparraman por el calendario todo lo que pueden hasta que chocan con la anterior o posterior cita de consumo. Existen esos días fronterizos en los que uno ya no sabe bien qué celebra, hasta que los grandes almacenes y los Todo a 100 oficializan la llegada del nuevo desmadre en su sección de plásticos y licras de temporada.

De esta manera Halloween da paso al Black Friday, y de ahí a las Fiestas del Solsticio,  -las de marisco y wonderboxes– que ya era hora; un San Nicolás cada vez más impaciente llevaba esperándonos desde aquel infame viernes negro. Alimentado por dulces, regalos y adornos, sus turgentes carnes continúan creciendo y se aposentan a lo largo del calendario. Finalmente, la última gula deja paso a San Valentín, año Nuevo Chino, Carnavales y Semana Santa – futuro Spring-break-, más festividades ideológicas. Al menos el verano todavía se reserva a las verbenas, aún inasequibles a los cánones del marketing. Evidentemente, se vacía del sentido primigenio de esas celebraciones (tanto cristianas como paganas, ojo) para poder saturarlas de calorías vacías de ofertas y contenido viral de una noche.

Y mientras se vacía el sentido, el calendario se llena; las fechas libres van siendo ocupadas por nuevas festividades a cada cual más innovadora y rebuscada. Unas son prácticamente nuevas y otras vienen importadas de otros países y culturas, haciendo más o menos innecesario el uso del calzador para su introducción. Sin embargo lo que la cultura separa, el consumo lo une.

Los ritos paganos que se organizaban de acuerdo a los ciclos de luz o de las cosechas ayudaban al hombre antiguo a asimilar el ritmo de la vida y a interactuar con las dinámicas naturales. A su vez, las grandes religiones escribieron su año litúrgico por encima de aquellas tradiciones para generar una narrativa trascendental con que guiar valores y conducta a lo largo del año. Estas formas de ordenar el paso del tiempo tienen un sentido práctico para la comunidad y arraigo en la verdad de la naturaleza y del espíritu. Hoy esas liturgias están siendo parasitadas o sustituidas por prácticas que estabulan la cultura según tendencias de consumo en las que comprar ha pasado de ser una tarea necesaria a una experiencia en sí misma, en la que supuestamente reconocerse a uno mismo y diferenciarse. Esto, a su vez, contamina todos los aspectos de la vida íntima; qué ideas apoyamos, qué dieta llevamos, en qué dios creemos, qué celebramos, cómo compramos… se reducen a escaparates para exhibir la nada, y que nada o poco tienen para ofrecer más que el culto a la glotonería y el narcisismo sobre altares de goma made in Taiwan.

Según la tradición china, el signo de la rata es propicio a la riqueza material, pero también puede acarrear escondidas miseria y pestilencia. Quizás esa miseria llegue en forma de idolatría, la gran victoria del materialismo. A lo mejor idolatría es refugiarse en la belleza de nuestras creencias para olvidar su significado. Parece mucho más sencillo publicitar nuestros valores antes que atrevernos a ejercerlos. “Ser uno mismo” en el peor sentido. Allí donde abunden estas flaquezas y otras, allí estarán ideólogos y mercachifles, para anestesiar nuestras conciencias con un calendario cargadito de compromisos de palo. Entretanto madrileños, feliz año de la rata de metal.

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En este artículo ha colaborado también Miguel Castro. ¡Viva él!

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