Hace un tiempo, en un importante diario nacional, apareció un artículo sobre los llamados “autosexuales”. El titular es el siguiente: “Ni hetero ni homosexual: soy autosexual y estoy enamorada de mí misma.” Define la autosexualidad como una orientación sexual más que implica “la capacidad de tener una relación romántica y sexual con nuestra persona. Puede que hasta en exclusiva.” Quise saber lo que pensaba la gente de todo esto, y leyendo los comentarios a la noticia pude (afortunadamente) recuperar algo de fe en la humanidad.
Quererse a uno mismo es, sin duda, algo muy sano y normal; lo contrario nos aboca a la melancolía y la autodestrucción. Se hace difícil continuar en la vida sin cierta dosis de narcisismo. Sin embargo, aquí estamos hablando de algo muy distinto. Se trata de personas para quienes el amor, que siempre pasa por levantar la mirada hacia aquel que se encuentra a cierta distancia (en ocasiones demasiada), queda atrapado en la perversa comodidad de aquel que nunca nos abandona: nosotros mismos. Para llegar a este estado, que cierta posmodernidad normaliza, es necesario que el sujeto se aliene mucho más allá de lo común: el otro desaparece, o al menos pierde su valor, y la imagen de uno en el espejo se convierte en el único objeto de deseo.
Podemos pensar este comportamiento como un síntoma de nuestra época -cada cual tiene los suyos; se hace difícil imaginar la existencia de autosexuales a principios del siglo XX, o en sociedades que no sean las occidentales. Fue precisamente en estas donde, a lo largo de un proceso histórico (acelerado a partir de la Revolución francesa y la muerte de Dios anunciada por Nietzsche), el hombre emprendió ‘el camino de su propia liberación como individuo’. En el trayecto surgieron los grandes relatos políticos, proyectos que pretendían conducir de un modo u otro a la verdad y la liberación humanas. Ninguno de ellos triunfó por completo, otros fracasaron nada más nacer, pero todos dejaron su huella en la cultura. Durante este devenir convulso, el capitalismo y su matriz liberal crecieron, devorando poco a poco cualquier otra alternativa. Se extendieron por el mundo, y han asentado sus doctrinas y su práctica hasta el punto de que hoy en día, como dice Frederic Jameson, parece “más fácil imaginar el fin del mundo que el fin del capitalismo”.


De la mano de este sistema, la importancia del individuo aislado se ha exaltado hasta lo grotesco. El gran error del liberalismo ha sido concebir al sujeto como individuo, cuando el sujeto sólo existe en relación al otro, a la alteridad. Un bebé, sano y bien alimentado, no puede en ningún caso sobrevivir sin contacto físico y emocional con otro ser humano. El hombre parece olvidar que solo no es más que una abeja apartada del enjambre, incapaz de sobrevivir. En nuestro mundo, los grandes relatos han sido prácticamente olvidados; proliferan los reinos de taifas de las minorías -cuya lucha aislada se convierte en presa fácil de la fagocitación del sistema; los vínculos sociales, como enuncia Bauman, se hacen tan líquidos que no nos permiten sostenernos.
Todo esto, por suerte, es una tendencia y no una realidad osificada; numerosas personas y grupos permanecen en los márgenes, o en territorios que al menos permiten mantener la esperanza. El espacio para el optimismo radica en que la sociedad actual cuenta con más y mejores medios que ninguna anterior para emprender caminos distintos, que busquen llegar a otras metas. Circunstancias como el cambio climático, el agotamiento de los recursos y el deterioro general del medio ambiente apuntan hacia la necesidad de ello, e incluso el propio sistema vigente se ha dado cuenta de que por ahí peligra su propia supervivencia; nuestro ritmo actual de consumo y desarrollo en Occidente resulta insostenible para el planeta.


Narciso debe apartar la mirada del agua, cada vez más turbia, y recuperar algo de su vida en comunidad. Los nuevos tiempos parecen conducir hacia un espejo constante, como el que nos proporciona Instagram. El denominado “giro visual”, que en nuestros días otorga predominio a la imagen frente al texto y la palabra, tiene mucho que ver con esto. Se suben constantemente fotografías de uno mismo, con el simple objetivo de engordar el narcisismo a través de los “me gusta” de otros; ya no nos basta con ser espectadores, todos queremos ser pequeños protagonistas. Y aún el otro está presente aquí, aunque sea como mero alimento de nuestro ego; quizá en un tétrico futuro el individuo, al modo de los autosexuales, no piense en recibir siquiera ni un poco del amor de los demás.
En el mundo laboral, la cada vez menor sindicación apunta hacia la misma dirección. Un trabajador dividido y egoísta es un trabajador débil. La proliferación de falsos autónomos, emprendedores forzosos, empresas que se fragmentan para evitar la presencia de los sindicatos…todo ello contribuye a una fractura que atenta contra el interés general de aquellos que tendríamos mucho que ganar si estuviéramos unidos.
Salvando las condiciones materiales de la vida, y aun en la lucha por alcanzarlas, el narcisismo impenitente nos acecha. Tiende a medrar como la peste en los grupos masculinos, desde Oasis al Madrid de los Galácticos, pasando por Podemos. La confrontación y la lucha fratricida endémica de la izquierda española es un ejemplo más de las implicaciones de esta cuestión que va más allá de disquisiciones ideológicas.
Las viejas comunidades cristianas, los falansterios, las residencias de estudiantes, las cofradías, los clubes, las cooperativas, los centros autogestionados, la vida en los pueblos, los barrios…formas de vida y convivencia, algunas de ellas abandonadas, que cabe mantener y fomentar en pro de una sociedad comunitaria que cuide y proteja a sus miembros. El individuo solo, atrapado en su narcisismo, no tiene otra salida que ahondar cada vez más en su egoísmo y su cortedad de miras, convirtiéndose sin saberlo en una oveja aún más dócil dentro del rebaño. El amor, la apertura hacia el otro y la construcción de vínculos sólidos deben ser los faros que guíen al hombre en la niebla donde es arrojado al nacer.

