Una escena se repite constantemente con mis abuelos. Salimos a la calle tras haberlos despedido, enfilamos rumbo al coche, y al girarme allí están, en el cuarto piso, dos figuras sonrientes diciendo adiós con las manos. Es una imagen cotidiana, como calzarse las zapatillas nada más salir de la cama, o apagar la luz antes de acostarse. Pero, en el fondo, no tiene nada de irrelevante o mecánico, al contrario que estos otros episodios.
Los abuelos te quieren sin ninguna razón lógica, eres su superhéroe, aunque seas un gordinflón desarrapado con escaso futuro. Te admiran, como admiraba Spencer Tracy los ojos de Katharine Hepburn. Cuando un abuelo te coge de la mano sabes que es imposible un amor más desinteresado, una sonrisa más sincera, un orgullo más henchido por alguien que quizá no lo merece.
Mis abuelos, como muchos otros en España, vivieron los años más duros de la posguerra donde tuvieron que enfrentarse a todo tipo de penurias. La miseria los ha endurecido y ha forjado unos espíritus de hierro mucho más inexpugnables que los que hemos crecido en el puro bienestar.


Valga de ejemplo mi abuelo Manuel, que no calzó sus primeros zapatos hasta pasados los 10 años. Su madre murió siendo él muy niño. Se enamoró, pero su chica falleció de meningitis. Él agarraba su mano mientras ella exhalaba su último suspiro. Tras el suceso, guardó dos años de luto, siendo todavía muy joven.
Fue pobre, pobrísimo, de una pobreza que hoy en día nos cuesta imaginar a los que hemos nacido entre algodones. Tan pobre que podría haber sido Charles Chaplin en esa mítica escena de ‘La quimera del oro’ en la que, a falta de otro sustento, se alimenta de sus propios zapatos. Trabajó muy duramente y montó su propia herrería, gracias a la cual pudo mantener a su familia y pagarles los estudios universitarios a sus tres hijos.
Mi abuelo no entiende muchos de los problemas de hoy en día. Ni sabía qué decirme cuando me encontraba cabizbajo porque alguna zagala de la que me había obsesionado me negaba un beso. Para Manuel esas cosas no tienen sentido. Todo se reduce a prosperar, conseguir el sustento, cuidar a la familia y ser buena persona, lo demás es secundario o no existe.
Nadie le enseñó a él, ni a ningún otro de su generación, mindfulness o técnicas contra el estrés. ¿Qué era el estrés? No se devanaban los sesos buscando el sentido de las cosas o la escasez de justicia del mundo que les rodeaba. No había tiempo para eso, ni para muchas cosas. En muchas ocasiones, esos días en que le pesan tanto a uno como si la fuerza de la gravedad tuviera el doble de poder, en que se arrastran los pies en el lodo de una existencia que se antoja asfixiante, viene a mi mente la imagen de los abuelos, y me pregunto, ¿cómo pueden sonreír hoy en día, después de todo?
Porque la verdad es que lo hacen, porque no importa cuán mal lo pasaron en el pasado, ni los sueños truncados, ni el hambre o el frío en los huesos. Ellos siempre están ahí, observando desde el balcón, sonriendo y diciendo adiós con la mano. Incorruptibles y fieles a sus verdaderos colores (en el argot futbolístico): la familia.
No es cuestión de beatificar a las personas mayores per sé. Pero sí que merecen, por lo menos, un contexto, situarles en el mapa de la Historia y de la suya propia, para poder juzgarles como merecen. Aprender de todo es una máxima que nos permite avanzar como sociedad. Y no hay mejores maestros que los que han sufrido y han sobrevivido. El precio a pagar por las gratas lecciones de un abuelo es barato, basta con una tarde viendo “el Pasapalabra”, una partida de cartas, una llamada de teléfono fortuita, un “qué rico está todo” o un poco de compañía.
Nosotros, al contrario que ellos, tenemos elección, esa es la losa y a la vez la fortuna de los nacidos en la postransición. Ahora su poder de decisión tampoco es muy alto, porque tienen achaques, artritis y enfermedades crónicas. Pero están acostumbradas a ello y no juzgan su destino. Simplemente siguen adelante, como han hecho siempre, descalzos o con zapatos. Solo espero que ese ímpetu nunca nos falte y que podamos decir adiós a los nietos desde la ventana, con una sonrisa, pase lo que pase.