Fue Hannah Arendt quien señaló el origen del término revolución. Contra lo que pudiera parecer, la adopción de la palabra revolución no venía a significar un movimiento de ruptura, una sacudida violenta e imprevista impulsada por un puñado de voluntades encendidas, sino, precisamente, un devenir de fuerzas que escapan a todo control del ser humano, irresistible, como el movimiento de las estrellas en el cielo nocturno.
Arendt utilizaba esta imagen para explicar la experiencia de la Revolución Francesa y el descubrimiento de sus impulsores y protagonistas de haber desatado unas fuerzas de la historia del todo desconocidas hasta entonces. Tanto escapaba el fenómeno de la revolución a una mera relación de causa y efecto que los mismos que la habían puesto en marcha acabaron siendo devorados por ella, para ser sucedidos por nuevos líderes que al poco terminarían también pasando por el cadalso.
Los acontecimientos de los últimos días en Cataluña y las reacciones que uno, como espectador, alcanza a observar y meditar, dan cuenta de que el famoso procés catalán va adquiriendo el tono y las dimensiones de un movimiento revolucionario. Por todas partes veo amigos y personas que en una situación cualquiera hubieran permanecido al margen de cualquier problema político, y que, poco a poco, van siendo arrastrados por el movimiento inefable de unos astros que –como una mueca de la historia– en Barcelona se han hecho omnipresentes.


Confieso que, como catalán que contempla las sacudidas de mi tierra, me infunde una inmensa sensación de vértigo al constatar cómo una fuerza multitudinaria, misteriosamente unitaria, se encuentra ya completamente abocada a un conflicto de dimensiones imprevisibles, sin inmutarse por las alarmas activadas por todas las instancias de la racionalidad política.
El dios de la historia –Saturno-Cronos– muestra estos días su rostro más temible, el de una locura colectiva que vuelve a hermanos contra hermanos, padres contra hijos, al amigo contra el amigo, bajo la premisa infundada de que la convivencia que ha sido verdad durante siglos no solo es ya imposible, sino que no es siquiera deseable.
Lo cursi y lo falaz
En Cataluña se han dado cita dos fenómenos sociales que dan cuenta de una sociedad que –como muchas otras en todo el Occidente– sufre los espamos de una infantilización que se aprecia de manera dramática tanto en sus odios como en sus amores, y que en su pataleta amenaza con tirar abajo la civilización occidental.
El primero de ellos puede resumirse en una exaltación de lo cursi. La sustitución de la épica nacional (de la que Cataluña dio muestras más que reseñables en el pasado) por su caricatura más grotesca, la revolución (pop) de las sonrisas, oculta una violencia que presenta de forma calcada los rasgos de las nuevas éticas imperantes en todo el mundo occidental, aquellas a las que les resulta insoportable un discurso alternativo, una crítica, una “ofensa” o un disidente.
La dictadura de lo cursi y su identificación con la ética suprema –cuando solo puede ser considerada, y a duras penas, estética– exige y otorga a sus adeptos el deber “moral” de suprimir y exterminar al disidente, por ahora solo en el plano del discurso público. Igual que los estudiantes de las universidades anglosajonas linchan a ponentes y profesores para evitar que hablen públicamente, las escuelas catalanas se unen para hacer bullying a unos niños porque quieren estudiar la lengua cooficial de su región. Dos son sus preceptos: toda acción para acabar con el “mal” es buena, y el “mal” no merece perdón ni defensa alguna. Y de ahí al oscurantismo puritano del peor tribunal inquisitorial protestante.
El segundo fenómeno –quizás tampoco circunscrito exclusivamente al ámbito de la catalanidad, aunque radicalmente presente en él– es el de la simplificación cegadora y retorcida de las ideas. Al niño se le dan preceptos y signos para que, usándolos, aprenda a hacerlos suyos y a comprender su verdad mediante el trato con la realidad. En Cataluña, los adultos se han abrazado a símbolos y preceptos como si no hubiera más realidad que esa, produciendo una reducción al absurdo de una tradición intelectual y moral que aparece ahora prostituida bajo consignas que caben en un puñado escaso de palabras: “Democracia es votar” o “votar no es ilegal”, son buenos ejemplos de ello.
La conjunción explosiva de aquellos dos rasgos, lo cursi y lo falaz, deja completamente fuera del alcance del discurso público cualquier razonamiento que requiera un par de minutos –con eso bastaría en muchos casos– para la reflexión. La separación de poderes, la dimensión formal de la democracia, el monopolio de la fuerza por parte del Estado, el imperio de la ley o la fraternidad de los hombres y de las culturas que se rigen bajo los mismos valores son solo algunas de las cimas intelectuales alcanzadas por la civilización occidental que, como tantas otras, hoy corren el peligro de desplomarse al no encontrar ya sustento democrático entre una población incapaz de pensar.
Crisis de humanidad
No hablamos de una crisis política, nos referimos a una crisis de humanidad, a una emergencia educativa –en la medida en que es la educación el proceso para introducirnos en la realidad– que no podrá ser solventada con más dinero o con un apaño cualquiera. Urge encontrar un punto de apoyo moral, una experiencia de encuentro, que abra los corazones que hoy tienen secuestrada la paz y la confianza que son necesarias para pensar con sosiego.
El paso a dar de manera más inmediata, más allá del ámbito político, solo puede ser este: que cese el bloqueo que impone la dialéctica, que se reconozca la complejidad y pluralidad de la sociedad catalana y que todo discurso y determinación colectiva pasen necesariamente por un compromiso no con los proyectos y los símbolos, sino con la Cataluña realmente existente.
Solo a partir de ahí, acordando una tregua que aplace la pretensión de totalidad de las posturas enfrentadas (por legítimas que cada uno pretenda las propias), es posible iniciar un camino conjunto que puede llevar tanto a redescubrir el valor del orden presente como a imaginar uno mejor. De lo contrario “habrá mucho sufrimiento”, sea cual sea el desenlace del caos desatado, como ha advertido ya un hombre a quien admiro.
La clave está en no dejarse arrastrar por el sentido de urgencia y la emoción que imprime el carisma histórico, un fervor que, lejos de poner la historia a nuestros pies, nos arrastra por medio de ella a terrenos probablemente insospechados.
Únicamente en el orden puede el hombre vivir y pensar en paz. La “naturaleza” entendida como el paraje no labrado por la convivencia y el acuerdo no son, como pretendió Rosseau, el paraíso perdido sino la pérdida de ese lugar donde puede el hombre mirar confiado a su alrededor. Ese lugar, en palabras de un gran maestro, “donde la vida se ensancha”.