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La realidad siempre baila sola (I)

En Filosofía/Pensamiento por

Parece, a tenor de las sorpresas de los últimos meses (Brexit, Colombia, Trump), que poco o nada sabemos de las sociedades en que vivimos. Hablamos y hablamos de nosotros mismos hasta la náusea, no dejamos de mirarnos el ombligo, perseguimos al hombre de la calle para que nos dé su opinión…incluso de la lluvia que cae o deja de caer. Hemos acercado tanto el foco que nuestra imagen se ha distorsionado y ya no vemos sino sombras gesticulantes que se mueven en todas las direcciones. Apariencias de realidad que acechamos con periodística persistencia siempre con la cámara encendida, el micrófono abierto y las redes sociales dispuestas a prolongar el ruido y la furia sin tedio ni descanso. Insaciable e infatigable es nuestra búsqueda de…qué.

Somos rehenes de unos lenguajes, de unas maneras de hablar de la realidad que hemos equiparado acríticamente con esta sin reparar en la limitación de dichos lenguajes. El periodismo, la psicología, la pedagogía y la sociología, por poner solo unos pocos ejemplos, nos han encerrado en una cárcel de cristal que impide hacerse cargo de la opacidad irreversible de las cosas y las personas, del misterio que las envuelve. Estas perspectivas intelectuales han colonizado una parte importante de la esfera pública hasta el punto de consolidarse como discursos de especialistas y analistas.

A través de estos discursos, de la seguridad que exhiben, hemos llegado a fingir que el mundo es transparente y a derramar sobre él torrentes de palabras e imágenes persuadidos de que su claridad resolvería el acertijo de esta logomaquia. Y ello sin tener en cuenta que, dada la irreversible opacidad de las cosas y las personas, siempre hay que afrontar el conocimiento de lo real con mucha imaginación y mucha incertidumbre.

Si pensamos que el periodismo abarca todos los significados posibles del mundo en que vivimos llegando a ser una especie de lengua franca, que la personalidad humana se agota en las clasificaciones de la psicología, que la educación es un asunto de pizarras digitales centrado en despertar al buen salvaje que todo joven lleva dentro o que la sociología demoscópica refleja fielmente la sociedad es que hemos renunciado a la tarea de conocer lo real.

Todos estos lenguajes, avalados por su cohorte de profesionales y especialistas, no son malos de por sí. El problema sobreviene cuando terminan ejerciendo una suerte de monopolio lingüístico, que es otra forma de decir monopolio mental. Más allá de los discursos de especialistas y analistas, del paradigma impuesto por el periodismo y las ciencias sociales a las conversaciones públicas, uno sospecha, como demuestran los inesperados hechos de los últimos meses, desde el Brexit  hasta Trump, que hay algo fundamental de nuestras sociedades que se nos está escapando.

Mi tesis es que ese algo se nos escapa debido al tipo de red que arrojamos para atraparlo. Una red sin audacia para plantear hipótesis alternativas a las recurrentes, ni sentido de la incertidumbre para asumir sus diagnósticos como tentativas y conjeturas, y no como juicios incontrovertibles a los que nos aferramos con obstinación por basar en ellos nuestro prestigio profesional de intérpretes de la realidad.

El aura de objetividad que envuelve los discursos de especialistas y analistas deriva, en parte, de un malentendido fundamental sobre el espíritu científico. Este espíritu se invoca en aquellos discursos a partir de su equiparación con una idea bastante cerril de lo que representan los datos y las estadísticas, como si en unos y otras radicase la explicación completa de la realidad y no fueran más que uno de los instrumentos de los que nos servimos para realizar tal explicación. Físicos como Richard P. Feynman condensaban el espíritu de la ciencia en la capacidad para vivir sin saber y defendían el gran valor de una filosofía satisfactoria de la ignorancia. Es decir, equiparaban la ciencia con la duda y la provisionalidad de nuestros conocimientos.

Sociólogos como Wright Mills apostaban por la imaginación sociológica, por la ambición teórica que debe presidir cualquier proyecto de investigación social, los cuales nunca deben sucumbir al fetichismo de las técnicas si no quieren verse avasallados por un ethos burocrático. Resulta llamativo cómo las oxigenadas visiones intelectuales de Feynman y Mills, al reivindicar el espíritu científico, ponen el foco no en el dato, el método y la estadística, sino en algo más sutil y cualitativo: en la pregunta por cómo llegamos a saber lo que sabemos, que implica el hábito intelectual de la inseguridad vital, y en la relación entre el pasado histórico, la sociedad presente y la biografía personal, relación cuya complejidad debe abordarse haciendo un uso estratégico y puramente instrumental de datos y estadísticas.

Según el espíritu no banalizado de la ciencia, es decir, según una versión imaginativa y ambiciosa de los lenguajes que aspiran a desentrañar el sentido de lo real opuesta a esos saberes escleróticos que son los discursos de especialistas y analistas, lo primero que cualquier lenguaje que verse sobre la realidad de las cosas, cualquier método legítimo de indagación deberían reconocer es, precisamente, su carácter limitado en tanto herramientas de conocimiento, la incertidumbre de su empresa y las inagotables dosis de imaginación que precisan. Tal reconocimiento sería una manera implícita de asumir la naturaleza profunda de la realidad, es decir, de no reducirla a un diáfano fenómeno de superficie, sin aristas ni vertientes ocultas, absolutamente explicable.

No sé muy bien en qué ejemplos cabría concretar esta visión alternativa a nuestra manera habitual de enfrentarnos a la realidad. Lo único que quiero transmitir en este artículo es que los lenguajes que empleamos para hablar de nuestro presente unen, en demasiadas ocasiones, dos características que, más que ampliar, recortan y limitan nuestro sentido de los acontecimientos: la objetividad factual y metodológica en que, supuestamente, se inspiran, lo que les atribuye una seguridad perniciosa, y el vuelo rasante y previsible de sus análisis, donde uno echa en falta un poco más de imaginación teórica y de audacia interpretativa.

En fin, un poco más de coraje para, en vez de triunfar cazando moscas, fracasar persiguiendo a la gran ballena blanca.

Este artículo continúa en La realidad siempre baila sola (II): la física teórica y la imaginación valiente

 

 

Luis Gonzalo Díez (Madrid, 1972) se dedica a la enseñanza y a emborronar más páginas de las debidas. Sus gustos y aficiones son tan convencionales y anodinos que mejor no hablar de ellos. Le interesa, más que la política, el pensamiento político. Y ha encontrado en la literatura el placer de un largo y ensimismado paseo a ninguna parte. Ha publicado "Anatomía del intelectual reaccionario" (2007), "La barbarie de la virtud" (2014) y "El viaje de la impaciencia" (2018).

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